Por aquellos días solía despertar inmerso en mis pesadillas.
No importaba el dispar brebaje que probase para poder dormir antes de cerrar los ojos al volver de cazar. Daba igual. Aquella noche siempre regresaba a mis sueños, y, aunque todavía me cueste admitirlo, más de alguna vez las lágrimas desbordaban mis ojos y me despertaban mis propios gritos.
A veces, el dolor era tan fuerte que sentía mi corazón encogerse hasta tal punto que en más de alguna ocasión creí que desaparecería. Que un extraño agujero negro devoraría mis entrañas y me convertiría en polvo.
Otras veces me despertaba con aquel hedor clavado en la nariz. Con aquel tinte ocre y cálido de aquella maldita noche que lo había jodido todo.
Quizás alguno de vosotros se pregunte de qué narices está hablando este tarado.
Este tarado que soy yo. Un idiota que entonces tenía 16 años, y que en ese momento tan solo intentaba rascar unas horas de sueño, porque a la mañana siguiente iba a emprender un gran viaje. Uno de esos que te cambian la vida. Aunque, a quién quería engañar, mi vida había cambiado hacía un mes. Y no había vuelto a dormir tranquilo una sola noche.
Hacía un mes. Era tan poco tiempo y, sin embargo, parecía tanto.
Como se había vuelto costumbre, y tras revivir el bucle de siempre, desperté envuelto en sudor una vez más.
Roto al reencontrar en mis sueños la expresión de sus ojos que, con toda certeza, la vieron venir antes de que el sol se abriera paso entre la contienda. Envuelto por aquella mirada terrorífica que rezuma el pánico que los cazadores sentimos por el día en que tengamos que ver a esa figura tenebrosa que, hasta entonces, solo podremos sentir, y oler, cuando está cerca, cuando ronda nuestras espaldas. Encerrado en mis gritos de incomprensión, que nunca escuchó, y que le rodearon cuando aquel filo robótico venido de otra dimensión, y que Agnuk nunca logró esquivar, me robó a mi mejor amigo.
Me esforcé por ser consciente de que había vuelto a tener una pesadilla con esa noche traumática, y de que, una vez más, me había despertado ahogándome en mis propios gritos.
Me repetí que, aunque todavía era de noche, en pocas horas amanecería y me marcharía a la estación. A coger un tren que me alejaría de la ciudad que me vio crecer, y de todos los recuerdos que tanto necesitaba adormecer, para llevarme hasta Mok y su correspondiente lugar terrestre. La ciudad de Sídney, la capital australiana.
La realidad había vuelto a repetirse en mis pesadillas, y la vigilia me devolvía a un mundo que ahora era completamente diferente.
Vacío y cruel.
A una noche en la que a los ojos de todos me convertí en un ganador, pero que yo siempre recordaría como la noche en que perdí a mi mejor amigo.
En ese momento hice lo que hacía cada vez que esa noche me atormentaba en mis pesadillas. Me levanté y me senté en el alféizar de la ventana de mi habitación, observando el cielo estrellado entre las copas de los árboles que recortan el linde de la vieja Selva de las Luces. Una visión privilegiada desde los extramuros de Áyax. En la aldea de Ananork. E intenté reordenar mi cabeza, esforzándome por reconstruir cómo era la realidad ahora mismo.
Me repetí lo que me decía todas las noches cuando despertaba con la angustia clavada en el pecho y serias dificultades para distinguir sueño de realidad.
Hace un mes que Agnuk ha muerto. No fue solo una pesadilla, eso pasó de verdad Elías ―me dije―. Después te condecoraron. Y llegó la noticia a los ministerios...
No me hizo falta seguir. En ese momento se clarificó todo.
Recordé que apenas dos días después de la incursión que había sembrado el caos en mi ciudad, se evaluaban las puntuaciones de los finales de lucha y teoría. Y yo obtuve la puntuación más alta.
Me llamaron a los grandes despachos. A esos que solo se abren en Áyax cuando algo grande sucede, y el canciller o su delegado más directo acude a la periférica ciudad de las grandes torres de madera, erguida entre los bosques, en el salvaje Norte de Aztlán. Sí. Aztlán. Aquel lugar al que conocéis como los barrios mágicos, pero que no es sino una dimensión que comunica con vuestra querida Tierra. Una de tantas dimensiones paranormales en las que habitamos cazadores, y muchas otras criaturas que, más a menudo que poco, nos empeñamos en evitar vuestra destrucción. Aunque a veces lo lamentemos y os odiemos en silencio.
Esa tarde se me comunicó la gran noticia.
Por ser el mejor cazador de mi generación ―ojo, se dice pronto, pero el mejor, es el mejor entre muchos―, se me había elegido para entrenarme para rastreador. Para ser uno de aquellos héroes que viajan por la dimensionalidad solucionando problemas que de verdad podrían mandarlo todo a la mierda. Luchando contra el mal en sus formas más oscuras. Salvaguardando la humanidad y llegando a conocerla mejor que nadie, en su verdadera y más pura esencia.
Desde ese momento, recibiría un sueldo vitalicio. Un sueldo digno. Que lo es todo en comparación con lo que ganamos los cazadores. Es decir. Absolutamente nada.