Subía de forma apresurada las escaleras de mármol cercanas al patio interior abierto a modo de palacio de la escuela, después de haberme quedado dormido por quinta vez aquella semana, hecho ante el cual Alan no estaría nada contento... cuando me encontré de bruces con algo que, para qué mentir, no me gustó.
Dos personas se besaban en las escaleras.
Un chico y una chica.
Y no.
Antes de que alguien lo piense, no soy un retrógrado. Me trae sin cuidado que la gente se bese en público, yo lo he hecho muchas veces, y lo seguiré haciendo, los besos no son nada malo, solo algo maravilloso.
Lo que no me gustó fue que esas dos personas se besaran.
Joel y Amy.
Acababa de presenciar el que creía el primer beso de la chica a la que quería desde hacía... quien sabe, quizás desde antes de conocerla, como un grandísimo gilipollas.
Y la persona que lo recibía no era yo.
Luego pensé en las cosas que ella solía decir. Ya sabéis. Que el exterior no lo era todo. Que ella quería amor. Que ella no creía en el vacío. Y me dolió. No tenía derecho a pataleta, pero dolió mucho.
Al poco ella me vio.
Se detuvo de súbito, dedicándome una mirada fugaz. Extraña, algo tímida y algo triste, para la que aún no me nacen palabras.
Sigo sin entender del todo lo que al complejo espectro de las expresiones humanas atañe.
Todo lo que sé es que en ese momento solo quise echar a correr.
Pero en lugar de eso sostuve su mirada. Y mi decepción fue imposible de ocultar.
Porque sentía que la persona que amaba se había disfrazado de alguien a quien ni conocía ni quería.
Al final pasé de largo. Y me perdí escaleras arriba, sin volver la vista, apretando los dientes. En un alarde de lucha sobrehumano contra una imperante necesidad que me brotaba de dentro.
La de correr hasta que los pies me sangraran y no pisar las clases en lo que restaba de día.
****
Unos días después, y pese a las innumerables broncas de Alan por mis desmanes, la espiral interminable de locura aleatoria inducida, sospecho, por mi incomprensible desesperación interior y las buenas-malas compañías del grupo de rastreadores, todavía continuaba.
Habíamos hecho todo lo que podáis imaginar y más. Y la noche a la que ahora me remonto bebí tanto que todavía tengo lagunas ―Aunque empiezo a sospechar que mi propia vergüenza pueda tener algo que ver en todo este asunto―.
Solo conservo recuerdos sueltos, así que no puedo si quiera reconstruirla. Algo así como flashes ―en los que, después de haberme pirado absolutamente todas las clases del instituto porque, para qué engañarnos, en ese momento todo me la soplaba y había retornado mi locura de cazador, desesperado por vivir deprisa y morir joven―.
Recuerdo haber bailado con todos como un loco.
Haber perdido mi ropa, y, admitámoslo, haberme enrollado en una noche con más tías de las que recuerdo ―digo tías, porque dadas mis preferencias sexuales confío en que lo fueran, aunque mis lagunas mentales me impiden asegurarlo―.
Sé que en alguno de esos intervalos de tiempo que mi memoria ha borrado pasó algo por lo que terminé maquillado, con tacones y vestido de mujer... junto al resto del pelotón de rastreadores.
Todo sea dicho, también recuerdo haber hecho un striptease. Hecho que quizás explicase por qué llegué a casa desnudo.
Y que me tocó el culo un montón de gente ―algo meramente anecdótico, dadas las circunstancias―.
El resto prefiero guardármelo para mí.
Más por dignidad o algo que se le parece que por otra cosa.
Después los recuerdos se clarifican un poco.
Y sé que Anet y yo salimos a la calle en ropa interior, con nuestras respectivas indumentarias guardadas en mi mochila, y sé que no éramos los únicos. Había mucha gente en ropa interior, correteando por ahí.
Eran las 3 o las 4 de la mañana, y nos fuimos andando hasta su casa, en Sídney.
―Estoy híper borracha ―dijo rompiendo a reír―. Menos mal que las chicas duermen profundamente.
―Yo todavía no sé cómo voy a llegar a casa ―Me reí a su vez.
― ¿Tienes mi ropa?
― ¿Quieres que nos bañemos en el mar?
― ¿Ahora? ―se rió, sorprendida― ¿Así?
―No joder, en cueros ―bromeé. No sabía ni lo que decía, de hecho, creía que había dejado lo suficientemente claro que era una ironía.
Teníamos la playa frente a su casa.
― ¡Vale! ―convino, verdaderamente feliz. Ella se quitó la ropa, y yo intenté no mirar, porque me había quedado de piedra. Pero, qué coño. Solo se vive una vez, ¿No? Así que yo hice lo propio.
Y echamos a correr hacia la playa, hasta tirarnos a las olas, en la oscuridad total. No veíamos nada, pero no importaba. La verdad es que, por no ver, no nos veíamos ni a nosotros mismos. Nos empapamos enteros, saltando y corriendo entre las espumas. Cayéndonos y levantándonos, una y otra vez. Haciéndonos placajes, y sin parar de reír.