El olvido

El olvido

     —Las piedras se mueven.

     La voz alarmada del niño hizo que Anchela abriera los ojos. Se levantó agarrotada por la acumulación de piedras y arena que le habían servido de cama esa noche. Lo hizo tan rápido que notó una fuerte punzada en la cadera llevándose por reflejo la mano con una mueca de hastío. A pesar de tener sólo diez años más que Daniel, sentía que hacía mucho que su cuerpo no estaba para aguantar esa clase de aventuras. No había podido pegar ojo en toda la noche. O no se lo había permitido. Tal vez fuese por los nervios, la adrenalina o simplemente por la responsabilidad de proteger a su hermano pequeño. Fuera como fuere, las ojeras dibujadas en sus ojos delataban que la falta de sueño comenzaba a pasarle factura.

     —Las piedras se mueven —repitió Daniel con inquietud.  

     En la postura rígida de su hermano, Anchela pudo vislumbrar las pesadillas que lo acechaban. El terror de ser atrapado por un monstruo mucho más terrorífico que los que se hallaban en el armario lo habían convertido en un vestigio de la muerte. El vacío de su mirada, clavada más allá de la espalda de Anchela, delataba ser sólo una sombra de alguien que se había ido hacía mucho tiempo. Se culpaba a ella misma por no haber notado antes como el egoísmo había borrado el sincero cariño en su familia. Pero ya era muy tarde. Sólo podía huir y, tal vez, rogar que todos lo olvidasen. Ella misma quería olvidar.  

     Al ver en el cuello de su hermano el frenético latido del miedo, Anchela se volteó todo lo rápido que su agarrotado cuerpo le permitió. El páramo desértico parecía ser un paisaje calmado, idóneo para inducirse a la meditación y la pureza espiritual sin más distracción que los pequeños animales o insectos que lograban sobrevivir con la escasa vegetación. Eso era para los turistas que visitaban los Monegros deseosos de poder sentir de primera mano lo que era un desierto, sabiendo que eso sería lo más cerca que estarían de uno. Ignoraban que entre los pequeños y escasos arbustos y las escarpadas rocas, podría encontrarse la soga que rasgaría la vida de los jóvenes furtivos.

     Anchela entrecerró un poco más los ojos para enfocar la vista. Palideció cuando en la lejanía, casi escondida en un tumulto, pudo ver una pequeña roca girar suavemente sobre sí misma. Su respiración comenzó a agitarse al comprender que habían cometido el error de quedarse dormidos demasiado tiempo. Para muchos, aquella roca tan sólo se había movido por la erosión del terreno o por las suaves ráfagas de viento que levantaban la arena en el aire formando pequeñas espirales. Pero Anchela sabía que aquel movimiento presagiaba la llegada de su fin.

     Olvidando su dolor muscular se puso de pie casi de un salto y tomó a su hermano de la mano. Al ver que el terror lo había paralizado, lo zarandeó con las dos manos y lo miró fieramente a los ojos.

     —Tenemos que irnos, ahora —ordenó enfatizando con dureza la última palabra.

     Daniel focalizó la mirada en su hermana. Sus ojos rojizos eran incapaces de comprender cómo habían llegado a esa situación.

     —Se acerca —sentenció quejumbroso, casi como si esperase que Anchela lo desmintiese.

     —Sí.

     La respuesta clara de su hermana lo heló.

     Sabiendo que no había tiempo para atender el lamentable estado de su hermano, lo tomó de la mano y comenzaron a moverse ágilmente entre las llanuras desérticas. A cada paso el polvo se levantaba con ligereza tras sus pies.

     En el camino, Anchela se volteó varias veces acongojada. Si no fuera porque sus ojos lo atestiguaban, juraría que no estaba sosteniendo la mano de su hermano; la tomaba con tanta ligereza que casi dudaba de que él estuviese allí. Sintió una punzada dolorosa en el pecho y se apartó rápidamente de esos pensamientos, como quien aparta la mano del fuego para no quemarse.

     —Nunca me gustó —dijo Daniel con dificultad por el cansancio. Lo había dicho en apenas un susurro, balbuceando las palabras con duda, por temor a enfadar u ofender a su hermana.

     —¿Qué? —preguntó entre los jadeos a causa de la rápida caminata.

     Daniel no se atrevió a repetirlo. Anchela sabía bien porqué su hermano no lo hacía. Desde muy temprana edad, él había demostrado una incipiente inclinación a lo que era bueno. El mayor anhelo de Daniel era saber que todas las personas que lo rodeaban eran felices, y si él podía participar en esa felicidad, dicha alegría se hacía doble. Eso a veces a ella la había irritado. Entre su círculo de familiares y amigos, su hermano se había convertido en el mayor reconocimiento de la bondad y la perfección. Y Anchela, oscurecida por la gran sombra de su hermano pequeño, era acusada de una ferviente y enfermiza envidia. Era culpa de su buen corazón que se encontraran al borde de la muerte en esos momentos. No era de extrañar que sus padres hubiesen nombrado a su hermano heredero de todos los bienes y fortuna a su muerte. Muerte que no se hizo mucho de esperar.

     Y aun así, ella amaba a Daniel.

     Esa era la bondad que ahora los iba a matar. Era la misma bondad que impedía a su hermano repetir las palabras que sabía que herirían el corazón de Anchela.

     Pero ella amaba a Daniel, ¿verdad?

     Anchela se detuvo y soltó la mano de su hermano bruscamente.

     —Repítelo —ordenó.



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En el texto hay: crimen, huir, crimen asesinatos

Editado: 18.04.2020

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