El oso

Capítulo 32

Mientras Mariel llamaba a Copitelli, Isidoro miraba por la ventana. La calentura le iba mermando cuanto más pensaba en Jorge tirado en la cama del hospital, no podía sacárselo de la cabeza.

 

  • ­Bueno, Hernán, ahora voy para allá, y no te hagas problema que me acompaña Isidoro — le dijo Mariel a Copitelli sin convicción y con la voz temblorosa.
  • Ya me tiene las bolas llenas ese boludo siempre en el medio. Venite sola, porque si bajo y te veo con él lo cago a trompadas.
  • Bueno, bueno. Tranquilo.

 

Mariel cortó e Isidoro se había dado cuenta de todo.

 

  • Te acompaño hasta el hospital, bajo a verlo a Jorge y vos te vas con tu amado…
  • Bueno, pero no te enojes, Isi.
  • No me enojo para nada.

 

Isidoro había tenido raras sensaciones, había pasado del amor que sentía por Mariel, a la calentura, al no poder más y tener deseos de su cuerpo incontrolablemente, al rechazo. No solo rechazo a ella, rechazo así mismo. Cuando el pensamiento de Jorge se apoderó de su mente colonizándola, Isidoro pensó, que carajo estoy haciendo. En que estoy pensando. Mi amigo se está muriendo y yo pensando en coger.

El taxi llegó al hospital. Isidoro le dio un frio beso en la mejilla a Mariel y bajó. En la guardia lo dejaban pasar por la hora hasta que con ayuda de algunos billetes pudo sortear ese laxo inconveniente. Subió por las escaleras para no hacer ruido, Jorge estaba en el quinto  piso, valía más que la  pena y la pequeña agitación para ver a su amigo. Entró en la oscura habitación solo iluminada por un pequeño haz de luz que venía de la calle. Lo miró, miró los cables, el suero, el agua, los timbres (en este caso totalmente inútil) para llamar a los enfermeros. Se acercó y le dio un beso en la frente. Tomó una silla y se acercó a la cama tomándole la fría mano.

 

  • El otro día me acordaba de cuando éramos chicos. ¿Te acordás de la vieja Delia?
  • Bueno, yo sé que te acordás. Con eso me basta y sobra, Jorgito. ¡Como las volvíamos loca! Sobre todo vos, ¡Qué malo que eras! Bah, malo no, eras pícaro, eras rápido para contestar. Siempre admiré eso de vos. A mí no es que no me dé la cabeza, no tengo esa lengua filosa que vos tenés a flor de piel. ¿Te acordás el día que nos tiró un taco por la cabeza y me tuvieron que dar tres puntos en la frente?
  • Claro que te acordás. Te vas a acordar siempre, porque de esa época nunca nos vamos a olvidad, ni el alzhéimer va a poder con esos recuerdos. Loco, si vos te morís yo me muero con vos. Dale, despertate. Te juro que dejo la falopa, el alcohol, el juego. Dejo todo, pero te quiero dar un abrazo mirándote a los ojos, quiero salir como antes, quiero que nos peleemos como siempre y que nuestras reconciliaciones siempre terminen con una sonrisa y un discúlpame al unísono.

 

Isidoro le apretaba fuerte la mano a Jorge, hasta que en un momento sintió que Jorge se la apretaba. Isidoro no lo podía creer, entonces se la apretó de nuevo para ver si era verdad, Jorge nuevamente le apretó la mano esta vez con más fuerza. Y así lo hicieron tres o cuatro veces más. A Isidoro le volvió el alma al cuerpo. Salió de la habitación raudamente  fue a buscar a uno de los enfermeros que lo atendió de mala gana.

 

  • Me apretó la mano
  • Debe ser un reflejo.
  • Debe ser… tal vez no sea solo un reflejo.
  • A ver… vamos a verlo.

 

EL enfermo fue un rato al baño para ponerse presentable, salió  y fue con Isidoro a ver a Jorge.

Entraron. El enfermero le tomó la presión, trató de estimularlo haciendo lo mismo que le había hecho: apretarle la mano. Lo hizo una y otra vez  y nada.

 

  • Nada, señor. Ya mismo voy a anotar la novedad para que el doctor nos diga que puedo haber sido.
  • Usted no me puede decir nada.
  • Yo soy enfermero.

 

El enfermero se fue e Isidoro lo siguió. Quería comprase algo para tomar. Fue a un kiosko que estaba al lado del hospital. Se iba a pedir una cerveza, pero recordó su promesa y se pidió un agua. Entró al hospital y cuando iba a subir las escaleras escucho un murmullo que venía de no sabía dónde, se dirigió al lugar de donde provenía ese murmullo, entró. Era la capilla del hospital. Una señora estaba rezando arrodillada, otra estaba parada, y otras, unas tres o cuatro, tal vez, estaban adelante de todo haciéndose la señal de la cruz. Isidoro entró. Hacía años que no entraba en una iglesia, hacía rato que había dejado de creer, y hacía rato que no rezaba, y hasta ya había olvidado como hacerlo. Se quedó un instante mirando una figura de Jesus, igual siguió sin creer. Pero en un momento sintió algo como un rayo, un pensamiento que tampoco haría que cambiara de idea. Sigo sin creer, sigo creyendo lo mismo de la iglesia y de las demás religiones, pero algo estoy sintiendo. Pero ya sé que es, no tiene nada que ver con este lugar, es una energía, es la energía de la gente que está acá pidiendo por sus seres queridos, es esa energía de estas mujeres que tal vez pidan por sus hijos. No debe haber peor dolor que tener un hijo agonizante y, no debe haber fe más grande que el de una madre pidiendo por su hijo, se lo pida a quien se lo pida: a Dios, a Alá, al universo. Y eso es lo que estoy sintiendo y es demasiado fuerte como para hacerme el tonto, pensó Isidoro.



#47613 en Novela romántica
#7705 en Chick lit

En el texto hay: amor, amistad, amor de familia

Editado: 27.07.2023

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.