Me encontraba en el epicentro de mi propio entretenimiento. Todo esto no era más que un juego, una forma de aplacar mi aburrimiento eterno. Dentro del cuerpo de Carmen, mi morada desde el principio, me regodeaba en el juego que había urdido.
Desde que llegué al Pasaje Maldito, supe que este lugar sería mi patio de recreo. La amistad de Lucía había sido un regalo inesperado. Había sido sencillo introducirme en su círculo íntimo y ganarme su confianza, y desde entonces, había sido la compañera perfecta, compartiendo risas y secretos, todo mientras tejía la tela de mi juego.
A lo largo de los días y las noches, alimenté la amistad que las unía, sabiendo que eventualmente la destruiría. Sus sonrisas y risas eran el telón de fondo de mi diversión retorcida. Observé cómo sus corazones se abrían y sus lazos se fortalecían, todo mientras yo tejía las sombras de la traición.
El ático oscuro y desolado era el escenario perfecto para la revelación final. Las emociones tumultuosas que desgarraban a Lucía eran mi fuente de entretenimiento. Cada expresión de desesperación y miedo solo me hacía regocijar más. Era como si estuviera saboreando su tormento.
Contemplé el abismo que se abría ante Lucía. Estaba atrapada en una telaraña de engaño y desesperación, y no tenía idea de cómo escapar. Eso era lo que más me complacía: verla luchar en vano.
Mientras Lucía luchaba con sus demonios internos, yo mantenía un control implacable sobre Carmen, como si fuera una frágil muñeca de porcelana en mis manos. Carmen continuaba prisionera en las profundidades oscuras de su propia mente, impotente ante mi dominio absoluto. Pero eso no me importaba en lo más mínimo. Pronto, utilizaría mi poder sobre su cuerpo para sembrar aún más caos en el Pasaje Maldito.
Mis pensamientos retorcidos se entrelazaron con los de Carmen, formando una sinfonía de oscuridad. Mientras observaba a Lucía, planeaba mis próximos movimientos. El juego aún no había terminado, y estaba dispuesto a llevarlo a su conclusión más desgarradora.
Lucía no tenía idea de que la verdadera amenaza no era sólo el espíritu que había poseído a Carmen, sino también el poder que yo tenía sobre ambas. Su lucha por salvar a su amiga solo la llevaría más profundamente a mi red de engaño y traición.
Y mientras el frío y sombrío ático seguía siendo testigo de nuestra confrontación, yo seguía sonriendo desde las sombras, esperando el siguiente acto de esta trágica obra maestra de maldad.