Coral se sentó en el suelo de la jaula y recogió su larga melena con su mano para que quedara toda sobre el lado izquierdo de su pecho y le dedicó a Pierre una tierna sonrisa. Éste, por su parte, se limitó a decir: «¡Demonios!» y de un golpe certero en la quijada del guardia a lo que sumó un buen codazo en la nuca cuando éste caía; con sólo eso lo dejó fuera de combate.
—Descuida que no tendrás que golpearme —le dijo el marinero que lo acompañaba—. Me las arreglaré para disimular. Ahora no pierdas tiempo, toma al chico y váyanse.
La jaula estaba bien cerrada porque los ingleses la habían atado con cuerdas, por lo que Pierre, con su gran musculatura, rompió un par de los delgados troncos y por allí sacó a Coral.
—Pierre, ¿qué has hecho? —le preguntó el chico sumamente preocupado.
—Lo correcto, Coral. Nadie tiene el derecho de enjaularte.
—Pero te castigarán.
—No, si no me encuentran.
—Pierre...
—No discutas, Coral y vámonos.
—Pero, ¿a dónde?
—Por lo pronto lejos de aquí.
Pierre tomó a Coral de una mano y empezaron a correr hacia el interior de la isla. Sorteaban troncos caídos, lianas que se cruzaban, helechos que impedían la visión y toda clase de obstáculos. Pierre pensaba que era una ventaja que Coral fuera tan ágil y fuerte, pues de lo contrario irían como esas historias donde la damisela se cae a cada momento y termina torciéndose un tobillo y el héroe debe cargarla por los más escabrosos senderos, mientras echa el bofe por la boca y se cuestiona por qué la niña no se puso a dieta unos tres meses antes.
Como a la media hora de huir, llegaron a orillas de un arroyo grande o un río pequeño, según se mire, y se detuvieron.
—Muy bien —dijo Pierre—. Por el momento estamos fuera de peligro. Dudo que los ingleses hayan notado nuestro escape, pero pronto lo harán.
—Pierre... me liberaste de la jaula... me salvaste... porque... ¿me amas?
—¿Eh? Coral... yo... eh... lo hice porque era una injusticia y un trato inhumano. Hubiera hecho lo mismo por cualquiera en tu misma situación —le contestó frotando sus manos nerviosamente.
—¡Oh! Pierre... no te sientas mal por eso... Si tú no me amas, no importa. Yo te amo a ti tanto que vale por el amor de los dos.
—¿Qué? Coral, yo...
—Mientras estés conmigo, yo haré todo lo que esté a mi alcance para que seas feliz. Nadaré hasta La Española a traerte cabritos si fuera necesario.
—Coral... no sigas, por favor.
—Eres un pirata, ¿no es cierto?
—Sí. Mi vida es navegar y robar las riquezas que llevan los barcos para sus Coronas, a las Españas, Inglaterra o Francia, e incluso los de la república de Holanda.
—Pero no creo que hayas matado a nadie.
—¿Eh? Debería decirte que sí; que a muchos y muy feroces marinos, pero no sería cierto. Nunca he matado a nadie, ni tampoco he logrado robar ningún tesoro... todavía.
—Lo imaginé. Eres muy bueno, amable y alguien que se preocupa por los demás. Y a eso debo agregar que eres el hombre más hermoso que he visto en mi vida, mucho más que cualquier tritón o marinero que desde las rocas pude ver en los navíos que pasaban. No podía imaginarte como un asesino despiadado, aunque eso de robar todavía no lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—¿Para qué robar? ¿Te hace falta algo que no puedes lograr por otros medios?
—¿Qué?
—Sí. ¿No tienes una linda casa a la que llames hogar? ¿No tienes ropa bonita que lucir? ¿A tu mesa no llegan sabrosos platos, como los cabritos asados que me dijiste?
—No, Coral. Soy un pirata y los piratas no tenemos hogar que no sea el bergantín y el mar abierto, o una taberna o un burdel; no lucimos ropas bonitas porque el sol y el aire salado del mar las maltratan; y comemos lo que podemos. Esa es nuestra vida.
—Entonces no necesitas nada; ¿ves? Eso es lo que no entiendo. ¿Para qué quieres hacerte de un tesoro?
—¿Qué dices?
—Si esa es tu vida, la de pirata, ¿en qué gastarías el tesoro?
—En comprar una linda casa a la que llamar «hogar», en ropa bonita que lucir y en tener mi mesa surtida con sabrosos platos, en cuenta los cabritos asados.
Editado: 06.05.2018