El mes más doloroso de mi vida había transcurrido. El cuerpo de mi abuela no había sido encontrado y mis esperanzas de que un milagro la hiciera regresar se desvanecían como la luz en el ocaso. El juez la había declarado oficialmente muerta y mi padre era el único heredero de sus bienes materiales. Yo había heredado algo mucho más valioso, pero en ese momento ignoraba la magnitud de mi legado. Esa tarde mi padre iba a ir a buscar algunas cosas a la isla y me había prometido que podía acompañarlo.
Las palabras escritas por ella en la carta daban vueltas en mi mente. Aún no estaba segura de si debía creer o no en lo que allí decía. La curiosidad me incitaba a ir a buscar el prometido libro. Después de todo, mi abuela nunca me había mentido y aunque era poco probable, no era imposible que la magia existiese.
El viaje en lancha nunca había sido tan largo. Mi padre permaneció en silencio durante todo el recorrido y yo lo compartía. Sin embargo, me sentía extrañamente acompañada, como si hubiese una infinita cantidad de ojos en el agua. Pensé que solo eran los reflejos del sol. Luego, imaginé que eran las ondinas, espíritus del agua, que velaban por mi abuela. Me sorprendí de mí misma al pensar en eso.
Al bajar de la lancha, al ver otra vez la isla, la casa, los árboles y al sentir la ausencia de mi abuela, se apoderó de mí un profundo vacío y esa desgarradora impotencia de no poder volver el tiempo atrás para hacer eternos los momentos en que juntas pasábamos las tardes.
Exhalé un profundo suspiro y unas incontenibles lágrimas surcaron mis mejillas. Mi padre lo notó a pesar de mis vanos intentos por esquivar su mirada. Me rodeó con un cálido abrazo y no dijo palabra alguna, ya que no hay consuelo para lo irremediable, solo con el tiempo podría apaciguarse el dolor.
Cuando entramos en la casa, corrimos las polvorientas cortinas y un rayo de luz ahuyentó las sombras del recinto. Pregunté a mi padre con voz suave, casi susurrando:
—¿En qué puedo ayudarte?
Me respondió sin mirarme:
—Traje un par de bolsas. Guardá lo que quieras para vos y el resto lo prepararemos para donarlo a la iglesia.
Cuando se dirigió a la alcoba de mi abuela, yo acerqué una silla a la columna que sostenía la viga principal del techo y subí sobre ella mientras abría la mochila que había preparado especialmente para esconder el misterioso legado.
Saqué un espejo de mano para ver sobre la viga en qué sitio estaba el libro. Afortunadamente, en la porción de viga que estaba justo sobre mi cabeza se encontraba un polvoriento paquete envuelto en papel madera atado con una tosca soga color café. Me estiré lo más que pude y logré sentirlo con la punta de los dedos, pero aún no podía empujarlo. Casi inconscientemente me ayudé con el espejo. Lo deslicé con cuidado empujando el paquete que finalmente cayó al piso con un estruendo sin que esta hubiese sido mi intención.
Tuve el reflejo de tirar la mochila sobre él para evitar que fuese descubierto por mi padre. Él, después del ruido, se dirigió hacia donde yo me encontraba. Seguía parada sobre la silla.
Al llegar me preguntó bastante agitado:
—¿Qué pasó? Escuché un golpe. ¿Te lastimaste? ¿Qué estás haciendo arriba de esa silla? Te podés caer.
Con una tranquilidad poco común en mí, le respondí:
—Sí, papá, estoy bien. No pasó nada. Es que había una araña y me asustó. Por eso me subí a la silla y se me cayó la mochila. Era una araña enorme pero ya se fue. Creo que se asustó con el ruido.
—Está bien, entonces me voy a guardar algunas cosas más; si querés, vení —sugirió.
—No, mejor voy a ver qué hay en la cocina —respondí.
Bajé de la silla. Esperé a que mi padre se perdiera de vista y guardé el pesado paquete en la mochila. Antes de cerrarla, leí lo que estaba escrito en tinta roja sobre el papel marrón: "Para mi querida nieta, Tamara Danann".
Me dirigí a la cocina donde aún se encontraba la vela que había apagado la última noche que estuve allí y las marcas de sal seca sobre el contorno de la ventana. En ese momento sentí el impulso de susurrar:
—Abuela... Ay abuela, seguramente querías mantener alejada a la banshee que creíste escuchar...
De pronto, un golpe seco en la ventana me sobresaltó. No me atemorizó, más bien todo lo contrario. Traté de buscar una explicación lógica para el ruido. Abrí la ventana y observé que todo parecía normal, como si el golpe hubiese surgido de la nada. En ese momento entró mi padre a la cocina y le pregunté:
—Papá, ¿escuchaste el golpe?
—Sí, pensé que habías sido vos. Por eso vine a ver si estabas bien —dijo, encogiéndose de hombros.
—No, yo no fui. No entiendo de dónde pudo haber venido ese sonido. No hay viento. La ventana estaba cerrada y nada la golpeó.
—Tranquila, eso siempre pasaba acá cuando venía a ver a la abuela. Ella siempre bromeaba con eso. Decía que si no hay otra explicación, quizás sea un espíritu.
Dichas esas palabras, mi padre sonrió con nostalgia y volvió a irse, dejándome sola con el recuerdo de mi abuela. Cuando cerró la puerta, recordé unas palabras de la carta: "Uno significa sí, dos o más no". Tal vez había sido el espíritu de mi abuela confirmando mis palabras. En lugar de sentir temor, una gran emoción se apoderó de mí. Ella estaba conmigo.