Los ojos de Lauri pesaban una tonelada, lo cual no estaba calibrado con su instinto de escapar como una gacela.
El camino de piedras hasta el castillo se hacía cada vez más largo y las ondas del lago lo acompañaban en su letárgica marcha.
Se detuvo para inhalar las agallas que necesitaría si los astros se enteraban de que, una vez más, había caído en las fauces de una Harkönnen.
Sus ojos de agua se encontraron con los lejanos ojos ámbares de Jörmita.
Sus pensamientos se unieron con los de la masiva serpiente.
En esas esferas de fuego pudo ver claramente a Matti y Mila unidos en un abrazo eterno en las guarderías estelares. Allí era donde pertenecían, su unión en el insoportable plano terrenal nunca sería consentida por el cosmos.
En ese entonces hizo su parte, ¿no se supone que no regresamos si somos buenos chicos?
Cerró los ojos.
Meneó la cabeza para alejar sus malos pensamientos.
Asumiendo las consecuencias de permanecer en las instalaciones del castillo, desistió de ir directo al garaje subterráneo. Su alma necesitaba las formidables teclas del piano.
Su mente necesitaba aclararse.
En lugar de seguir corriendo patéticamente, optó por caminar.
Paso a paso.
De repente el camino no era interminable, la puerta trasera era más cercana.
Una vez más la vida le recordaba que las distancias se hacen más cortas cuando no quieres acelerar más allá de lo que humanamente te es posible.
Su cuerpo estaba hecho para crear, no para las olimpiadas.
Las pocas veces que sus piernas habían decidido ir más allá de sus límites no había podido evitar lo que desde hacía eones estaba escrito.
Todos somos fichas sobre un tablero; cada movimiento fríamente calculado por los jugadores de siempre.
Cuando elevó la mirada, ya estaba frente a la puerta.
El sistema ya lo había sondeado y el refugio lo esperaba con los brazos abiertos.
Antes de llevar su trasero hasta el celestial piano, tenía que bañarse para deshacerse de cualquier resto de la esencia de su víctima, en caso de que alguno de los caninos estuviera merodeando en busca de la evasiva joven.
Su cuello estaba tenso, manteniendo su pesada cabeza alerta.
A lo lejos, el zumbido del despegue de una abeja gigante con destino desconocido lanzó un aguijón directo a su nunca: el líquido relajó cada una de sus vértebras, músculos, nervios.
Pudo respirar sin sentir culpa.
Fuera cual fuera el resultado de su amorío cósmico, tener a Lucrecia a millas de distancia le ayudaría a aclarar sus pensamientos y de paso saber cuánto tiempo había transcurrido en la tierra mientras ellos se perdían en una aventura fuera de este mundo.
El reloj del horno mostraba las 14:38.
Así que había pasado una noche y medio día llevando cada uno de sus sentidos al límite.
Sus tejidos agotados tomaron voluntad propia y le hicieron desplazarse hasta su suite en el maravilloso hotel gratuito.
La puerta estaba abierta de par en par, justo como su corazón.
Se despojó de sus vestimentas.
Tras un breve duchazo, estaba listo para unirse a las teclas de Temil.
Pentagrama en mano en inspiración a flor de piel, Lauri se sentía listo para engendrar un buen par de acordes.