Vlad corrió acompañado de unos guardias para ver qué ocurría. La casa de su amigo el panadero se estaba quemando.
A pesar de que los guardias lo sujetaban e insistían en que era muy peligroso entrar porque ya la casa estaba envuelta en llamas, Vlad entró sin titubear, adoptando su verdadera forma. Subió las escaleras y ahí, en lo que quedaba de habitación, halló a Fernando y a Laura, a quienes abrazó:
-¡Los voy a sacar de aquí!
– Llévate a mi hija, sálvala, porque ya yo estoy perdido.
Vlad tomó a Laura y saltó por la ventana. Inmediatamente retornó para sacar a Fernando, justo en el momento en el cual la estructura de la casa se desmoronaba, aun así, fue en el tiempo perfecto para evitar que su amigo quedara arropado por las llamas:
-Prométeme que la vas a cuidar, amigo –apenas alcanzó a pronunciar Fernando-.
–Prométemelo tú, siempre recuerda las historias que te he contado, es lo único que necesitas –le decía Vlad, con firmeza, mientras lo miraba fijamente a los ojos-.
Lo mordió en el cuello y la casa se desplomó por completo.
Los restos de lo que fue el hogar de Fernando y Laura ardieron toda la noche, mientras la pequeña lloraba y gritaba a la par del fuego.
Apenas amaneció, las personas se iban aglomerando en lo que quedaba de ese hogar. Lloraban la tragedia de esa querida familia y, con más pesar, lloraban la pérdida del amado Conde.
En el cúmulo de restos y cenizas solo se veía a la pequeña, agotada, con una tristeza que la superaba en tamaño. El cura del pueblo y las autoridades le preguntaron qué había pasado, pero ella solo decía que estaba cansada, que no quería hablar con nadie.
La llevaron a la iglesia, la atendieron y alimentaron.
Durante todo el día, los guardias hurgaron cada centímetro de los restos del incendio buscando los cuerpos de Vlad y Fernando; pero no los encontraron y con mucho pesar dedujeron que se habían calcinado completamente. Debían dar la triste noticia sobre la muerte de su Conde.
No había acabado el día, cuando explotaba la conmoción en el pueblo porque el hijo de Vlad ya estaba ocupando el trono de su padre, así, sin siquiera llorarlo y con un pueblo que apenas comenzaba a sufrir su pérdida.
Mientras en el castillo la guardia real y algunos nobles se peleaban los cargos y los mandos, Laura seguía llorando por haberlo perdido todo. Cuando ya el cansancio de las lágrimas llegó a su cuerpo, se quedó dormida y dentro de un sueño que se confundía con mareos, escuchó la voz de su queridísimo padre: