Aquella fue quizás la semana más larga de mi vida. No paraba de contar los días que quedaban para volver al palacio. Pero, finalmente, el día que tanto llevaba esperando llegó.
Antes de que el sol saliera, me levanté con más energía que nunca, preparada para hacer mi trabajo. Bajé las escaleras saltando los escalones de dos en dos hasta llegar a la panadería donde mi aún somnolienta familia había empezado a trabajar. Mi padre me dio la cesta con el pan y yo me marché feliz, de nuevo hacia al palacio. A diferencia de la semana anterior, mi madre acababa de lavar el vestido que llevé la última vez y había cosido todos los agujeros que habían hecho las ratas con el paso de los años.
"Estrenando" vestido me encaminé de nuevo hacia mi destino. Ya sabía por dónde tenía que entrar así que esa vez ni me acerqué a los guardias que seguían en la puerta principal. Una vez en el lugar que me correspondía, la puerta trasera, entré con discreción. Aunque dada mi experiencia anterior, tampoco esperaba que hubiera nadie para recibirme y me aventuré a entrar de nuevo. Por desgracia, me equivoqué. Me había pasado de intrépida.
—¿Quién eres? —escupió una señora mayor con cara de pocos amigos que me cortó el paso en la cocina.
He de admitir que semejante aparición me asustó muchísimo. Imagínate, una niña de doce años delante de una señora tan cuadrada como un armario que parecía querer echarme a palos de su cocina. Del sobresalto, no supe qué decir mientras sus ojos, enmarcados en ojeras, me juzgaban en silencio.
—Yo... yo venía a hacerle una entrega al signore Blaire.
Aquella señora me arrebató de muy mala manera la cesta de las manos
—Muy bien, ya has hecho la entrega. Puedes marcharte.
Dejó el pan en una de las encimeras y se puso a hacer sus cosas mientras yo me había quedado congelada en aquella cocina.
—¿Qué haces aquí todavía? ¡Vete ya, niña!
—Pero... el pan. —Aquella mujer de mirada inquisidora hacía que hasta las palabras tuvieran miedo de salir de mi boca.
—¿Qué le pasa al dichoso pan? ¡Habla de una vez que no tengo todo el tiempo del mundo! —Cada vez se acercaba más a mí con aire amenazador y yo, como una presa completamente atrapada, no era capaz de retroceder.
—Se va a enfriar... y no va a estar igual de bueno... —Acabé soltando a la fuerza cada una de aquellas palabras que se negaban a abandonar mi boca—. Y... tengo que devolver la cesta...
La mujer resopló y cogió la cesta de mala manera, sacó el pan y lo puso en otra cesta y me devolvió la mía con un gesto violento.
—Toma tu cesta. ¡Ahora, largo! ¡Tengo mucho que hacer!
No entendía del todo qué acababa de pasar mientras mi cuerpo se movía solo, rumbo a la salida del palacio. Todo había sucedido demasiado rápido, pero lo que sí sabía era que me acababan de arrebatar el que pensaba que iba a ser el billete a mis fantasías.
Con los ojos llorosos y los puños apretados de impotencia no pude hacer más que girar sobre mis pasos y para salir, de vuelta a mi aburrida realidad.
Durante la semana siguiente, no hablé con nadie. Estaba hundida. Había tenido una vía de escape para vivir mis sueños tan cerca que no era capaz de creer que aquella brusca mujer me la hubiera arrebatado de aquella manera tan fría, sin dirigirme la palabra.
Pasó otra semana y las ganas que tenía de ir al palacio se habían desvanecido por completo. ¿Qué sentido tenía regresar si lo único que iba a ver eran aquella puerta comida por la humedad y una simple cocina?
Aunque mi madre volvió a darme la ropa recién lavada, ya no me sentía tan bien llevándola. Ya no me sentía especial.
Llegué al palazzo puntual como siempre y, aquella vez llamé a la puerta mientras veía con decepción como varios trozos de madera caían al suelo a cada golpe de mi llamada. Unos pesados pasos se empezaron a oír acercándose hasta que aquella desagradable señora me abrió la puerta de nuevo.
—Pasa. El signore Blaire te espera en el salón del ala oeste. Dijo que sabrías llegar tú sola.
Sorprendida por el cambio de actitud de la mujer hacia mí, le agradecí la información y corrí sujetando con fuerza la cesta hacia el interior del palacio. Estaba feliz de poder volver a aquellos pasillos tan diferentes de la zona del servicio. No tardé mucho en deducir que, si sabía dónde debía hacer la entrega, tenía que ser en la sala en la que nos habíamos encontrado la primera vez. Era el único lugar que había podido ver del palacio aquella vez. El problema era, ¿sabría volver a aquella sala?
Con paso dubitativo, haciendo memoria y probando suerte por varios pasillos, conseguí llegar a la que pensaba que era la puerta que buscaba. Las galerías seguían completamente vacías. Estaba claro que los nobles no eran personas que acostumbraran a madrugar. Llamé a la puerta con cierta duda y una voz ronca, que ya había grabado a fuego en mi memoria, me dio permiso para entrar.
—Le traigo el pan, signore Blaire —dije con un tímido hilo de voz.
—Bien, déjalo ahí. —Me señaló una pequeña mesa a su lado—. Siento lo que pasó la semana pasada. No pensé que Leonetta fuera a echarte. Es una mujer con demasiado carácter, pero ya la reprendí como es debido. No debería tratar así a otra empleada de palacio.
Si él no hubiera estado delante, hubiera empezado a bailar y saltar completamente llevada por la emoción. Quizás no era el título más fastuoso de la historia, pero darme cuenta de que trabajaba para el palazzo me hizo sentir al fin que escalaba en la sociedad. Panadera de palacio sonaba mil veces mejor que panadera de barrio.
—No se preocupe. No fue ninguna molestia —mentí con educación.
—Ya le he dejado claro que quiero que solo tú me traigas este encargo cada semana.
—Como usted ordene, signore. —Mi comedida voz intentaba ocultar inútilmente la ilusión que no dejaba de intentar controlar mi cuerpo.