Las horas que restaban hasta el inicio del carnaval se me hicieron eternas. Aquella mañana, aproveché el primer descanso que pude sacar en el trabajo para confeccionarme algo que parecía un antifaz con un saco de harina ajado para así, construirme una excusa que se pudieran creer. Debía parecer que realmente tenía intención de disfrutar del carnaval. Como normalmente no es que me emocionaban mucho esa clase de eventos, debía actuar a la perfección. Me puse mi salvoconducto y le pregunté a mi madre si podía salir.
—¡Claro, claro! ¡Sal y pásalo bien! —Mi madre no fue capaz de disimular la sonrisa de alegría al verme deseosa de hacer las cosas que hacían las personas normales.
Aquella fue la última vez que salí de la panadería.
Me adentré en el bosque, dándole la espalda a la ciudad y dejando atrás aquel antifaz que me había abierto las puertas de la libertad. Nunca me había alegrado tanto de ver el árbol en el que mi preciado disfraz seguía a salvo. Temía que alguien lo hubiera encontrado y me lo hubieran robado.
Rápidamente me cambié y guardé mi uniforme de palacio en la bolsa en la que estaba el disfraz. Ese uniforme era la única pertenencia que tenía intención de llevarme. No necesitaba nada más y tampoco es que tuviera nada más de valor.
Aquel vestido me quedaba de maravilla, me sentía como una ninfa del bosque. Nunca antes había llevado algo tan lujoso, estaba segura de que costaba más que nuestra panadería. Tras atarme el antifaz, salí corriendo. Ya era tarde. Quedaba poco para que las campanas empezaran a sonar. Con los nervios a flor de piel, comencé a oír en la lejanía como las campanas de la ciudad anunciaban ya el mediodía. ¡No me quedaba tiempo! Mis pies saltaban por las calles empedradas mientras empujaba a cualquiera que se pusiera en mi camino, rogando a los dioses que las campanas siguieran sonando hasta que llegara a mi destino. ¡Necesitaba tiempo! Solo un poco más de tiempo era suficiente.
Pero no fue así. Aún en la lejanía empecé a ver el arco de la muralla cuando las campanas dejaron de sonar. Frené por un segundo. ¡No podía ser verdad! Tenía que llegar como fuera.
Retomé mi carrera incluso más rápido de lo que había hecho antes. Y, por fin, lo vi: A la sombra de un árbol, con un traje color vino y sujetando en su mano un antifaz dorado. Pude ver su gesto de decepción acompañado por un suspiro antes de subirse a un hermoso carruaje que se fundía con la sombra que lo cobijaba, situado a su espalda. Lo estaba perdiendo.
Totalmente desesperada, comencé a llamarle:
—¡Signore, signore! —Mi garganta se desgarraba mientras no dejaba de correr. Tenía que alcanzar como fuera aquel carruaje.
Pero mis lamentos abatidos no eran capaces de alcanzarle. Había cientos de personas que respondían al apelativo signore en aquella plaza. Era normal que no se diera por aludido. Estaba abrumada. Tenía que hacer algo o perdería la mayor oportunidad de mi vida para siempre.
Con las pocas fuerzas que le quedaban a mi cuerpo que no dejaba de correr, grité:
—¡Mihael!
Por unos segundos, la vida en la plaza paró. Todo el mundo se giró para ver de dónde provenía aquel grito desgarrador. Por suerte, el carruaje también había parado. Vi como la puerta se abría, dándome finalmente la bienvenida. Acabé con la distancia que nos separaba y agarré con fuerza la mano que se me tendía desde dentro. Ya no había marcha atrás. Sentía como esa mano me sacaba del fango en el que había vivido y sabía que nunca me soltaría. Él no me dejaría caer de nuevo.
El carruaje retomó la marcha mientras yo recuperaba el aliento.
—Ya pensaba que no vendrías. Que te habías acobardado —me dijo Mihael con una sonrisita.
—Nunca. —Aún intentaba recuperar el aliento mientras hablábamos—. Nunca desperdiciaría la oportunidad que me está dando.
—Espero que seas consciente de lo que supone esta decisión, pequeña.
—Completamente. —Desafíe su mirada con determinación.
—Bien. Ahora eres mi preciada pupila. —Mi rostro se iluminó, me gustaba como sonaba eso—. Así que espero que no vuelva a repetirse ninguna falta de respeto hacia tu maestro. —Su voz se volvió lúgubre por un momento. Estaba claro que le había molestado que le llamara por su nombre—. A partir de ahora te dirigirás a mí como lo has hecho hasta ahora o como conde, ¿entendido?
—Por supuesto, mi conde. —Aún había muchas cosas que tenía que aprender.
Estaba que no me lo creía. ¡Lo había hecho, había escapado! Mi vida nunca volvería a ser la misma. Por la ventana podía ver como cada vez me alejaba más del reducido mundo que había conocido hasta entonces. Aquello no era una ilusión, Florencia había desaparecido para mí.
Las cosas, eso sí, fueron algo incómodas durante los primeros días. No era lo mismo pasar juntos solo unas pocas horas a la semana en la que la mayoría de las conversaciones se centraban casi en exclusiva a las clases, a pasar todos los días juntos dentro de un carruaje. Al principio, costaba sacar algún tema de conversación que no fueran las lecciones que no había abandonado aun estando en un viaje que se preveía muy largo. Por suerte, la curiosidad que me generaban todos los paisajes por los que pasábamos, era la excusa perfecta para que mi conde se pasara horas explicándome sobre todas aquellas regiones que yo hasta entonces desconocía.
En ese, mi primer viaje, descubrí lo mucho que me gustaba viajar, lo que disfrutaba de saltar de hospedaje en hospedaje y lo fascinante que era conocer diferentes culturas. Yo había nacido para eso, para ir de un lugar a otro. Para ser libre.
Por otra parte, desde que emprendí aquel viaje, empecé a notar cosas... algo extrañas en Mihael. Como, por ejemplo, el hecho de que solo yo miraba el paisaje por las ventanas y siempre debía evitar que la luz del sol entrara en el carruaje. Además, normalmente, viajábamos durante la noche y, antes del amanecer, buscábamos un sitio en el que descansar. Aquellas cosas fueron lo único extraño que noté al principio de nuestra travesía, pero lo atribuí simplemente a excentricidades de la nobleza porque, ¿qué tenía de sospechoso un hombre rico que se llevaba a una niña a su casa y que solo viajaba durante la noche?