El precio de la inmortalidad

Capitulo 27

Algo que empecé a notar desde que conocí a Alex y Adonis, fue que los días en el palacio de Mosi se volvieron mucho más llevaderos. Mihael aún seguía ocupado con sus asuntos y apenas lo veía, sin contar el tenso encuentro de aquella vez. Pero yo ya no lamentaba su ausencia ya que pasaba cada día más tiempo con Alex, con Adonis o con ambos. Aunque al parecer en el pasado no se llevaban demasiado bien, Alex no iba a perder a la única amiga que tenía y soportaba sus caprichos.

—Si no puedes vencerlos, únete a ellos —concluyó un día que vino a vernos a la biblioteca.

No es que le gustara la biblioteca, pero aprendió a guardar silencio cuando íbamos y a disfrutar un poco de las horas de lectura y estudio. Hasta preguntaba alguna vez por lo que estábamos haciendo. Por su parte, Adonis empezó a encontrarle cierto gusto a hacer cosas en el exterior, aunque nunca consintió en unirse a nuestros entrenamientos, al menos cuando estábamos en Egipto. Él prefería quedarse mirando, argumentando que su cuerpo era muy frágil para esas cosas. ¡Menudo mentiroso! Como su nombre decía, tenía el cuerpo de un dios... Perdona, ya sigo, ya me estoy yendo por las ramas.

Los tres simplemente nos lo pasábamos bien charlando o haciendo nada. Y, poco a poco, nos íbamos conociendo mejor, como hacen los buenos amigos. Aunque yo no tenía mucho que contar dada mi escasa vida en comparación, ellos tenían mil anécdotas para entretenerme.

—No habléis tan alegremente de las mutationes. Que no todos nos convertimos porque queremos —confesó Adonis un día.

Y se quedó callado mientras Alex y yo le mirábamos sin siquiera pestañear. ¿Quién deja así una conversación y no cuenta lo más importante? Si de verdad pensaba que no íbamos a querer saber el resto de la historia, es que no nos conocía lo suficiente.

—Yo acabé así por una apuesta entre dos Ivanov —confesó finalmente con un tinte de vergüenza en su voz.

—¿Una apuesta? —preguntó Alex entre risas mientras se revolcaba por la hierba del jardín.

—Querían ver si alguno era capaz de convertir a un siervo del señor.

—¿Eras cura? —grité sin creerme del todo lo que estaba diciendo.

—Monje —me corrigió—, en un pequeño monasterio.

Entonces, me di cuenta de que cada mutatio llevada detrás una historia completamente diferente a las demás, tan única como cada uno de nosotros: Yo buscaba la libertad, Alex solo quería vivir una vida eterna de aventuras y Adonis simplemente tuvo mala suerte de cruzarse con quien no debía.

Aun así, al escuchar tantas historias por parte de mis amigos, ese sentimiento de inferioridad que empecé a creer olvidado, volvió a mí. Ellos habían hecho y vivido tantísimas cosas que, mis años aislada en el castillo me empezaban a parecer un desperdicio de mi inmortalidad. Como si no estuviera lo suficientemente preparada para poder aprovechar tanto ese regalo que me habían dado.

Me sentía poco merecedora de aquellos privilegios. A diferencia de ellos, yo no tenía una historia que contar. Y mírame ahora, contándote toda mi vida.
 

Vagaba por el palacio sin ganas de ver a nadie. Llevaba unos días sintiéndome fatal conmigo misma, como si no mereciera estar allí ni recibir la ayuda de personas tan maravillosas que estaba conociendo. Seguía sintiendo ese gran abismo que nos separaba y no era capaz de saltar. Tenía ganas de perderme en el desierto y que la luz del sol hiciera conmigo lo que quisiera. No quería hablar con nadie. Evitaba a Mihael al igual que a Adonis y Alex. No me sentía digna de compartir el aire que ellos respiraban.

Caminaba sin rumbo por los pasillos cuando, desde una habitación. una voz me detuvo.

—¿Qué te ocurre, señorita? —Una voz ajada me llamó desde dentro de la habitación.

En el interior estaba Mosi, sentado en un montón de cojines al otro lado de las cortinas con la que se disimulaba la falta de una puerta, rodeado de algunos de sus compañeros caninos.

—No es nada, signore. Estoy bien —le respondí, haciendo una ligera reverencia sin llegar a entrar en la habitación.

—Si quieres mentir, deberías aprender a disimular el tono de tu voz. Anda pasa. —Hizo un gesto con la mano, invitándome a entrar.

Caminé con pasos inseguros hasta el interior de la habitación y me planté delante de él, con la mirada algo baja. Le tenía mucho respeto a ese hombre como para atreverme a mirarle a los ojos sin permiso.

—¿Qué haces ahí como una estatua? Siéntate. —Los perros se apartaron de los cojines para hacerme un lado.

—No creo que deba, signore.

—Deja de decir tonterías. Parecías más espabilada la otra vez que te vi. Todos, especialmente los Blaire, sois bienvenidos en este refugio como si fuera vuestra casa. Así que siéntate.

—¿Esto es un refugio? —Acabé obedeciendo y hundí mi cuerpo en la montaña de cojines. No estaba muy acostumbrada a sentarme en superficies tan mullidas y sentía como si me estuvieran devorando.

—Claro que sí. El mundo es peligroso para seres como nosotros y siempre es necesario un lugar de protección en el que sentirse seguros. Todo el que necesite refugio y no tenga malas intenciones tendrá las puertas de este palacio siempre abiertas. Aunque no forme parte de esos asuntos políticos vuestros, esto es lo menos que puedo hacer por ser el culpable de que se propagara esta maldición.

—Pero no es una maldición signore, sino una bendición. Aunque no creo que la merezca... —acabé confesando.

—No deberías creer todo lo que dicen los libros esos que tenéis las familias. —Era la primera vez que me empezaba a cuestionar la veracidad de los codices—. A pesar de todo lo que te han contado, todos nosotros hemos sido malditos. Ni la sequía desapareció ni una luz divina bajó desde los cielos para bendecirnos. Créeme, yo estuve allí. No es más que una plaga cuyas consecuencias no quisimos ver y que mis hermanos y yo debimos haber parado a tiempo. Pero no lo hicimos. Y por eso lo único que me queda por hacer es asumir mi pena, seguir viviendo y ayudar a los que lo necesiten.




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