El funeral del marido de Silvia fue a los pocos días.
Junto a los familiares y al resto de conocidos del matrimonio, procesionamos para acompañar al difunto tras la misa hasta el cementerio en un respetuoso silencio que solo era interrumpido por los sollozos de los familiares y las plañideras. La ciudad se había teñido de luto para llorar la pérdida de uno de sus mayores mecenas. El cortejo era cada vez más numeroso conforme nos acercábamos al camposanto, al que, por cierto, al igual que en las iglesias, podemos entrar sin problemas. No nos derretimos ni nada por el estilo.
Bueno, que me enrollo demasiado a veces.
Cuando llegamos, enterramos al difunto en una ceremonia llena de pompa y alabanzas hacia un hombre que te aseguro que no era tan santo como lo pintaban. Durante toda la ceremonia no pude evitar ver como Silvia, con su vestido impoluto, buscaba el consuelo constante de cualquier hombre que apareciera cerca de su radar. Obviamente, me las ingenié para que Mihael no se acercara a ella.
Pero, cuando terminó el funeral y todo el mundo se empezó a marchar de vuelta a la rutina de sus vidas e intentando borrar el recuerdo de la muerte con la mayor celeridad posible, yo decidí quedarme un poco más. Hacía mucho tiempo que me había ido y tenía cierta curiosidad morbosa por saber cómo había tratado la vida, mejor dicho, la muerte, a los que fueron mis vecinos durante mi infancia.
Todo estaba completamente en silencio. Caminaba por el campo sembrado de lápidas mientras el silencio solo lo rompía la fina llovizna que regaba las tumbas y el quebrar de las briznas de hierba a mi paso. Caminé hasta una parte del cementerio que no se parecía en nada a la necrópolis de panteones que era el cementerio de los ricos. Allí sí que me empezaban a sonar los nombres: la madre de mi cuñada, el pescadero, alguna de las costureras chismosas, el chico con el que me querían prometer —qué poco nos hubiera durado el matrimonio. De saberlo me hubiera pensado nuestro compromiso— y, en la lejanía, vi que se estaba celebrando otro funeral. Uno mucho más austero que al que acababa de asistir.
Me quedé observando desde la distancia. Había algo en aquella ceremonia que me atraía hacia ella, aun sin llegar a acercarme realmente. Parecía que, quien quiera que fuera el fallecido, daba la sensación de ser muy apreciado en la comunidad. Había mucha gente dándole el último adiós, incluso reconocí algunos rostros que me eran familiares de mi infancia.
Presencié en silencio toda la ceremonia al cobijo de un árbol hasta que la gente empezó a dispersarse. Entonces, quise ver con curiosidad de quién era ese funeral que tanto había llamado mi atención. Imagina mi sorpresa cuando vi que aquella era la tumba de mi padre y que, a su lado, ya estaba la de mi madre.
Me quedé frente a las lápidas parada cual estatua. Sabía de sobra que morirían antes que yo, pero nunca pensé que llegaría el momento en que lo viera directamente. Eso nunca. Una única lágrima salió de mis ojos. Eran mis padres y era normal que estuviera triste a pesar de que, para mí, habían muerto hacía tiempo.
De repente, mientras seguía hipnotizada por la visión de las dos tumbas, un par de niños aparecieron corriendo delante de mí, dejando un generoso puñado de flores en las tumbas.
—Discúlpelos —dijo la voz de un hombre a mis espaldas.
Cuando me giré, me quedé sorprendida. El cuerpo ya no me daba para tantos sobresaltos Era Marco, mi hermano. Parecía que el tiempo había sido muy duro con él: como si por su cara los años hubieran pasado multiplicados. Pero no había duda, era él. ¡Estaba claro que era él! Lo reconocería en cualquier parte del mundo. Rápidamente, cubrí mi cara con la capucha de mi capa, no sabía si él me podría reconocer, pero no quería arriesgarme.
—Discúlpeme a mí. No quería importunarles. Supongo que son sus familiares. —Mi mirada me devolvió a las dos lápidas.
—Zon loz abueloz —explicó el niño pequeño al que le faltaban algunos dientes—. Lez guztan mucho las florez y ze laz hemoz traído. —Y luego volvió a salir corriendo a por más flores.
—Siento mucho la pérdida de sus padres.
—Ya eran mayores. Y supongo que la salud les empeoró desde la desaparición de mi hermana.
—¿Hermana? —Yo sabía la historia mejor que él, pero tenía una coartada que mantener.
—Tenía una hermanita pequeña que desapareció sin dejar rastro hace casi diez años. Durante los primeros años, mis padres no dejaron de buscarla hasta que llegó el momento en el que tuvieron que resignarse. Pero la tristeza por su desaparición no los abandonó en ningún momento. A ninguno de nosotros...
—Vaya... Es una verdadera lástima. Pero estoy segura de que esos niños tan risueños les dieron muchas alegrías. —Intenté cambiar de tema a algo que no me afectara tan directamente.
—La pequeña Isabella fue una bendición para mi madre. Nació a los pocos meses de desaparecer mi hermana y mi madre siempre creyó que Dios le estaba dando una oportunidad de volver a intentarlo con su nieta. Y Marco... Bueno, ya lo ha visto. Es un terremoto —rio mientras dirigía la vista hasta el niño que seguía recogiendo flores.
—Eso es bueno en un niño, déjelo ser así todo lo que pueda.
Era muy extraño estar mirando a esa niña que se escondía tímida detrás de su padre. Quizás había sido mi sustituta para mi madre, pero también había sido el detonante de mi marcha.
—Así que tú eres Isabella, ¿eh? —Me agaché para ponerme a su altura—. Eres una niña muy guapa, ¿lo sabes?
—El pelo es como el de mi mamá. ¿A que es bonito? —exclamó llena de orgullo.
Efectivamente había heredado el pelo rubio de mi cuñada que, junto a los ojos castaños de mi familia, la hacían una niña que destacaba por encima de las demás.
—Muy bonito, sí. Como el de las señoras de la corte.
La niña se sonrojó y se cubrió la cara con sus mechones dorados mientras mi hermano reía.