Aunque a pesar de todas aquellas adversidades también pasaron cosas felices. No te deprimas que había un evento muy, muy importante que celebrar: ¡mi quincuagésimo cumpleaños!
Desde que me salieron los colmillos, había decidido modificar ligeramente la fecha de mi cumpleaños. Quería conmemorar todos los años ese 15 de diciembre que había supuesto un cambio tan crucial en mi vida. Al igual que con el nombre, quería empezar totalmente de cero. Y, ese año más que nunca, quería celebrar mi maravillosa vida con todos mis conocidos y amigos. Quería que fuera un acontecimiento especial.
Es todo un lujo poder cumplir cincuenta años con un cuerpo tan bello y sano como el mío. Estaba claro. ¡Quería una fiesta y una fiesta a lo grande! Por lo que mi principal objetivo era intentar convencer a Mihael de todas las maneras posibles de que me diera permiso para celebrarla. No todos llegan a los cincuenta, ni todos llegan siendo tan fabulosos como yo. Era un claro motivo de celebración.
Mihael no tenía muchas ganas de organizar una fiesta y menos con las dimensiones que yo demandaba, pero, obviamente, acabó aceptando después de que me pasara una semana entera insistiendo cada hora que la luna estaba sobre nuestras cabezas: dejando notas alrededor de todo el castillo, enseñando a los bebés a pedirle la fiesta por mí y cosas por el estilo. Hay quien dice que soy pesada, pero yo lo llamo ser persuasiva. Arthur siempre me dice que mi cabeza dura es la que me ha hecho llegar tan lejos.
En cuanto conseguí el visto bueno de mi maestro, porque, evidentemente, iba a ocurrir, me encerré en mi despacho para empezar a mandar las invitaciones pertinentes. Hice una minuciosa lista de todas las personas que quería que vinieran y luego se la pasé a Mihael por si quería invitar a alguien más. A continuación, empecé a redactar las invitaciones totalmente personalizadas para cada uno de los invitados. Hice dos montoncitos: uno para los Ivanov con la dirección del castillo de Anne y otra para enviarla a la mansión Lüdtke. Por suerte las mandé con tiempo de sobra para que pudieran localizar a todos los destinatarios. Algunos vampiros son muy dispersos y difíciles de encontrar. Como, por ejemplo, mi queridísima Alex. Esa cabra loca está todo el día de aventuras y un día puede estar en el desierto y al siguiente haberse trasladado a Alaska. Así que enviarle una carta y que la recibiera a tiempo era casi un milagro, como pasa con muchos otros. Aunque con las tecnologías de ahora es mucho más sencillo localizar a la gente.
Y, con todas las invitaciones enviadas, empecé a organizar el resto de preparativos para la fiesta: decoración, bebidas y sobre todo, lo que más ilusión me hacía; un nuevo vestido para lucir el día de la fiesta. Quería estar más guapa de lo que nunca había estado. Y, para qué te voy a mentir, aparecer delante de mis invitados luciendo un glorioso vestido que compitiera con el lujo de la mejor de las cortes era uno de los principales motivos por los que tenía tantas ganas de celebrar una fiesta a lo grande.
Tenía a Ileana sin apenas descanso los días previos al gran acontecimiento. La pobre ya no tenía tanta energía como antes y en momentos como esos me hacía ser consciente de que le empezaba a costar seguirme el ritmo.
El gris se había apoderado de su pelo y las arrugas ya no se avergonzaban por ser vistas. Había pasado mucho desde que nos conocimos y para ella el tiempo sí la había cambiado. En ese tiempo se convirtió sin ninguna duda en la más fiel de mis criadas, una de mis más preciadas amigas y mi gran confidente. Si no fuera por ella, la fiesta no hubiera salido tan bien como salió y mi vida hubiera sido mucho más complicada.
Mientras todo estaba ya en marcha, yo empecé a diseñar mi ansiado vestido de cumpleaños. Había conseguido que Mihael me concediera el capricho de un vestido morado. Estaba que no cabía en mí de gozo. Siempre había deseado un vestido morado y todo lo que quería era que fuera el vestido más lujoso que hubiera existido en el mundo: seda morada traída de China para hacer la capa exterior de la falda y la blusa con cuchilladas para apreciar el terciopelo genovés de color sangre de la capa interior; joyas y detalles de oro de lo más recóndito del nuevo continente; perlas, como las estrellas del firmamento, traídas de Tailandia para adornar la seda; y lanas del ganado de nuestras tierras para mantenerme en calor en pleno mes de diciembre. Créeme, las reinas y princesas del mundo habrían muerto de envidia si hubieran visto semejante obra de arte.
Además, Mihael había contratado a un pintor para hacerme un retrato a modo de regalo. Ardía en deseos de ver cómo quedaría al final, pero Mihael, el amante de los misterios, se había empeñado en solo dejarme ver los primeros bocetos.
Hablando de Mihael. Estuvo especialmente amable y atento los días previos a mi cumpleaños. Todas las noches, sin falta, encontraba un ramo de flores en el jarrón de la habitación que habíamos acondicionado como mi pequeño despacho. De vez en cuando, aparecían por el castillo joyas para mí y, en varias ocasiones, se unió a mis lecciones de baile.
Pero él no era el único al que le había dado por colmarme de regalos y atenciones.
Desde la fiesta de Estrella, cada vez que recibía una carta de Adonis —cosa que pasaba muy frecuentemente ya que, a diferencia de Alex, era más fácil intercambiar misivas con él— esta venía acompañada de algún tipo de regalo: libros, joyas, recuerdos de los sitios que visitaba o cualquier cosa que pensaba que podría ser de mi agrado.
Eso solo hacía que no pudiera esquivar las insistentes impertinencias de Ileana con el tema de Adonis. Con el paso de los años ya había tanta confianza entre nosotras que no se nos podía considerar ama y señora, sino un par de amigas muy cercanas. Además, era muy difícil llevarle la contraria a una señora mayor tan adorable.
Pasaron los días y, sin que nos diéramos cuenta, llegó mi cumpleaños. Yo no podía estar más contenta. Todo parecía estar preparado a la perfección y el castillo esperaba con ansias a los invitados.