Al amanecer, volví a mi adorada cama y me quedé dormida rápidamente. Estaba agotada. Mi cuerpo no podía más, pero, al parecer, mi mente tenía otros planes. De repente, empecé a sentir como la felicidad embargaba todo mi cuerpo. La resaca parecía haber desaparecido y todo el malestar se había esfumado. Estaba de vuelta en el salón de baile y estaba reviviendo mi fiesta. Con la diferencia de que, esta vez, todo parecía ir bien. Todo el mundo era feliz, disfrutábamos de la velada y nadie se enfadaba con nadie. Como debería haber sido.
Pero, de repente, el sueño cambió. La música paró, los bailarines se detuvieron y todos empezaron a rodearme. Completamente en silencio, con los ojos rezumando fuego, acorralándome poco a poco... Entonces, empecé a oír gritos que supuse, venían de las bocas cerradas de aquellos que me estaban rodeando. Pero no eran ellos. No eran producto de un sueño. Esos gritos eran reales. Gritos de dolor, odio, súplica... Golpes por todas partes, cosas cayendo, siendo destrozadas... Además de cierto calor que empezaban a emanar las paredes del castillo. Algo estaba pasando. Algo malo.
Aún adormilada, salté de la cama y me dirigí a la puerta. Necesitaba saber qué pasaba. Mis manos temblorosas intentaron abrir esa puerta que tantas veces había abierto. Notaba mi cuerpo sin fuerza. Como si intentara mover una roca en lugar de una puerta cuando finalmente esta empezó a ceder y una densa nube de humo se atropelló para entrar en cuanto se le presentó una abertura. No podía salir por ahí, estaba acorralada. Aterrada, cerré la puerta y retrocedí, sin saber qué hacer. Esa puerta era la única salida de la habitación. Saltar por la ventana no era una opción: me rompería en mil pedazos y mis restos se calcinarían al sol. Los castillos medievales son una auténtica trampa mortal en caso de incendio.
Tenía miedo, mucho miedo. Estaba atrapada en un horno en potencia. No sabía qué hacer, las piernas me temblaban y mi cuerpo parecía una maldita gelatina. No era capaz de pensar con claridad. Todas las opciones que mi mente era capaz de barajar conducían a una muerte segura y poco agradable. Lo único que se me ocurrió fue precipitarme bajo la cama, buscando así lo más parecido que podía encontrar a un refugio. Sabía que eso no me salvaría, pero por dentro me sentía protegida.
Me tapé los oídos. No quería oír los gritos, no quería oír el fuego quemando todo lo que conocía. Me obligué a pensar que todo era una pesadilla, una horrible pesadilla de la que me iba a despertar pronto. Pero era real, la cruda realidad. Aquella vida perfecta en la que había vivido tanto tiempo, por la que tanto había luchado, estaba siendo destruida justo delante de mí.
De repente, de entre todo el ruido que ensordecía mis oídos, escuché como la puerta se abría de golpe y unos pasos corrían hacia el interior. Parecían buscar algo por toda la habitación. Posiblemente a mí. Opté por permanecer en silencio. No sabía las intenciones de aquella persona y era mejor no arriesgarse. Pero entonces, una cara conocida apareció debajo de la cama.
—¡Mi conde! —grité totalmente sobresaltada.
La impresión de encontrarme con alguien superó la alegría que sentí al ver a una cara conocida. Mihael estaba horrible: lleno de quemaduras por la cara y las manos, la ropa totalmente desgarrada y manchado de negro por el humo. Nunca antes lo había visto en un estado tan lamentable. Su imagen de distinguido conde había sido pasto de las llamas.
—Menos mal que estás a salvo, pequeña —suspiró mientras me ayudaba a salir de la cama—. Vamos, tenemos que salir de aquí.
—Pero, ¿qué está pasando? —Hasta que no empecé a hablar no me di cuenta del terror que reflejaba mi voz con cada temblorosa palabra que era capaz de decir.
—El sacerdote quiere demostrarles a todos que nadie está por encima de él. Ha esparcido toda clase de rumores sobre nosotros para poner a todo el pueblo en nuestra contra. Si solo le hubiera cedido las tierras que quería... —musitó más para él mismo que para mí mientras me sacaba a la fuerza de la habitación.
Pensé que ya no se podía hacer nada. Venían por nosotros. Nos superaban en número. Nos querían muertos. Y nosotros no habíamos hecho nada... El miedo me paralizó en cuanto cruzamos el marco de la puerta. No quería avanzar. Aquel pasillo que tantas veces había recorrido, parecía la garganta de una bestia que esperaba para engullirnos. Todas las cortinas habían sido rasgadas; los cristales, destrozados para no dejar que ni un solo rayo de sol se quedara sin penetrar las barreras del castillo. Tiré de Mihael para que volviéramos a la habitación. Aunque el humo parecía que empezaba a disiparse, seguía siendo un suicidio salir de allí. Pero él tiró con más fuerza y, tras arroparme con los restos de una cortina, comenzamos a correr hasta la entrada del castillo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para ignorar los gritos de agonía y el potente olor a carne quemada que rezumaban todas y cada una de las piedras de mi hogar. Todo estaba perdido.
Finalmente, nuestros pasos nos llevaron a la escalera imperial y, lo que tuve que ver allí, sigue aún grabado a fuego en mi mente: las llamas de fuego devoraban incansablemente todo lo que se ponía a su paso sin hacer distinciones, los suelos habían sido alfombrados con los cadáveres de las personas con la que había vivido toda la vida y las paredes estaban salpicadas de la sangre inocente de las víctimas de aquella matanza.
El infierno parecía un paraíso en comparación con la carnicería que había tenido que volver a presenciar el castillo Blaire. Sentía el peso de esas muertes sobre mis hombros. Ellos habían sido asesinados por nuestra culpa. Soare. Mi querida Soare. Incluso los niños, que aún no habían aprendido a andar estaban ahí. Había tanta crueldad. Nada de lo que estaba pasando tenía sentido. El olor nauseabundo de la carne crepitando al fuego me revolvió el estómago. Aquello era demasiado. Tenía ganas de vomitar, pero no tenía tiempo ni para eso.