21 de Abril de 2014
Antes de lo previsto, decidí volver a trabajar. El dolor era casi inexistente y me negaba a pasar más horas encerrada en casa con mi padre gruñendo alrededor. Si me quejaba, se jactaba de que me lo merecía por haber hecho aquella estupidez. Si me veía mejor, decía que por qué no volvía a trabajar y comenzaba a hacer algo útil si lo que quería era ayudar a Jasmine.
La vuelta había sido algo agotadora, pero nunca lo admitiría en voz alta. Pasar tanto rato de pie pasaba factura, pero no era demasiado mayor al cansancio que había llegado a sentir antes de la operación. No obstante, mis compañeros de trabajo se comportaron genial conmigo y me dejaban escaparme unos minutos para sentarme y recomponerme –aunque a veces simplemente me aprovechaba de su generosidad–.
Mi jornada laboral finalizó a las ocho de la noche. Aprovechándome una vez más y jurándome mentalmente que la última, accedí a marcharme sin ayudar a cerrar. No obstante, el karma me lo pagó con una gran tormenta. Cuando me conciencié varios segundos en la puerta del lugar para correr a la acera de enfrente y caminar protegida por los canalones de los edificios, un farol me alumbró a la espalda y giré sobre mis talones.
Era el coche azul metálico de Samuel.
—¡Josephine! —gritó mi hermana sacando la cabeza por la ventanilla del copiloto—. ¡Vamos, entra! Te llevamos a casa.
Cuando entré al vehículo y me acomodé en la parte de atrás, repetí al menos seis veces cuan agradecida estaba por ello.
—Samuel va a cenar en casa con nosotros. Hemos comprado pizza. ¿La de salami le gusta, verdad?
—Sí, de hecho es su favorita.
—Y la tuya también, no soy tan mala hermana mayor como creéis.
Sonreí.
—También hemos comprado una de queso porque yo soy alérgico al salami —comentó Samuel conduciendo—, o sea que no nos vamos a quedar con hambre.
La conversación terminó en un diálogo entre ellos debatiendo quién era el más tonto de los dos y yo decidí desgajarme de aquellas palabras cargadas de azúcar. Me resultaban demasiado pegajosos cuando estaban juntos –aunque el carácter de mi hermana en solitario fuera todo lo contrario–, pero suponía que era lo normal entre parejas. Harmony y Xavier eran iguales. Yo no sabía mucho más de amor aparte de esas parejas. Nunca había tenido ninguna relación seria, y ni si quiera nunca había estado enamorada. Supongo que no era tan raro, solo tenía veinte años. Siempre que se juntaban mis familias me preguntaban ¿y el novio, para cuando, Josephine?, y yo me limitaba a beber de mi vaso con una mueca de incertidumbre. A veces, mi tía paterna Evelyn, me preguntaba discretamente si lo que me ocurría era que me gustaban las mujeres. Cuando yo fruncía el ceño en respuesta, ella alegaba que siempre estaba con Shelby y ella pues sospechaba. Obviamente era heterosexual, al igual que Shelby, que además de eso, estaba salida. Simplemente no había conocido a nadie que me conociera tanto como para enamorarse. O el problema era ese.
Siendo en ese momento más madura, me arrepentía de cierta forma en la manera que había tenido de perder la virginidad: con prisas y torpeza en una fiesta cuando tenía dieciséis años. Recuerdo que todas mis amigas de instituto –con las cuales ya ni hablaba–, ya habían practicado sexo y yo no quería ser menos.
—Llegamos.
Me desabroché el cinturón y bajamos del coche. La lluvia estaba algo aplacada pero olía inmensamente a humedad. Corrí hasta la puerta de casa y el tiempo que tardé en hurgar en mi bolso buscando las llaves fue el suficiente para que Jacquie me alcanzara y abriera ella. Era una de las ventajas que tenía su política de no-bolso-vivan-los-bolsillos.
—Ya estamos aquí, mamá —avisó Jacquie.