¿J? ¿Por qué me había llamado así?
—Primero me dices que no estás preparada para dar lo nuestro a conocer, ¡bueno! Lo que se le pueda llamar a esto. Por la noche parece que todo va bien, pones de tu parte y yo pongo de la mía. ¿Para qué? Para que todo el mundo me vea como un baboso que pretendía besarte sin venir a cuento.
—No eres un baboso.
—¡Pues claro que no! —respondió—. Pero tu comportamiento de mierda cuando hay gente delante lo dio a entender.
Me sentía como una niña pequeña a la que estaban regañando.
—Pero te avisé, Elliot. Te avisé que no estaba preparada. Te contradices tú mismo.
—¡Pero bueno...!
—Te dije que no quería que se enterara nadie por ahora, ¿y pretendiste que te besara delante de todo el mundo?
Elliot soltó una carcajada.
—Encima tendré que disculparme —masculló.
—¡No, joder! Disculparte no, pero sí entenderme. No tomar todo a la tremenda como haces.
—¿¡Cómo hago!? —preguntó ofendido.
—¡Sí! Mira como te estás poniendo.
—¿¡Que como me estoy poniendo!? ¡Te recuerdo que fuiste tú la que me hizo la peor cobra de la historia y que luego se reía y aleteaba las pestañas por las palabras de ese tal... Liam!
—¡No aleteaba las pestañas!
—¡Sí, lo hacías! Te vi. Ay, J, es que estaba enamorado de ti, ya sabes, cosas de niños, ¡aunque tenía dieciocho años y pelos en los huevos!
Era consciente de que aquello era una discusión, pero me fue inevitable no soltar una pequeña carcajada. Su actitud me pareció más divertida que enfadada.
—¡Y encima te ríes! —añadió.
—No me río, es que...
—Sí, te estás riendo. Puedes irte ¡y llévate las cortinas! No las quiero.
—¡Oye! —exclamé ya comenzando a enfadarme—. No te comportes como un maldito niño pequeño. ¿Qué fue exactamente lo que te molestó entonces, Elliot Hoffman?
Blanqueó los ojos, iracundo.
—¡Todo! —respondió.
En ese momento fui yo la que rodó los ojos.
—Tú también hiciste cosas que me molestaron.
—Claro, claro. Seguramente —dijo.
—¡Ay, Margot! Qué genial que compartamos profesión —imité.
—¿Genial? Yo nunca digo genial.
—¡Ay, Elliot! —exclamé—. Siento que esta conversación no llega a ninguna parte. Tenías razón. Me voy.
—No. No te vayas.
Giré sobre mis talones para verle.
—Me estás volviendo loca —dije.
—Y tú ya lo has conseguido conmigo. ¿Qué me has hecho? ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ti?
¡Odiaba eso! ¡Odiaba que con solo unas palabras consiguiera cambiar mi ánimo totalmente! ¡No quería ser tan susceptible a sus encantos!