Dejé que nuestros brazos se extendieran formando un puente entre nosotros. Y lo que dije fue,
—¿Estoy soñando esto?
Él dudó y luego negó con la cabeza.
—Nunca... —tragué saliva, —nunca había visto o había estado en un lugar tan espléndido. Es como si hubiera algo mágico debajo de nosotros... debajo de De Dhama Veda.
Al sostener mi mirada, Devdas sonríe. Sus manos soltaron las mías, rompiendo el contacto de su piel; se movió para colgar el farolillo en un nuevo y reluciente gancho clavado en la pared detrás de nosotros.
—Nací aquí, y he venido a este lugar desde que tengo memoria. Suhan solía venir a nadar aquí abajo, disfrutando de la belleza y la intimidad de este lugar. —Una mueca asomó en sus labios. —Supongo que sintió lástima de mí, y un día me trajo aquí... y ese fue el comienzo de nuestro secreto. Prácticamente podría decir que él era el único, que tomó conocimiento de mí. Ser el primogénito no siempre es tan prometedor como uno puede pensar. Después vino Sashi y él consiguió toda la atención de la casa... con la llegada de las gemelas… fui empujaron lejos de todo, prácticamente. A la edad de diez años me sacaron de la casa principal, alojándome en las habitaciones que hasta hoy sigo utilizando. No podía entender al principio. —hizo una pausa, como permitiendo que los recuerdos volvieran a su mente. —Lloré, les grité, preguntando por qué. ¿Por qué a mí? ¿Qué hice mal?
Al escuchar lo que decía un escalofrío me invadió; crucé los brazos sobre el pecho. No podía imaginar que una familia rica y respetada pudieran hacer algo así, a su propio hijo. Tenía que haber algo más… Los Yogananda casi podían nadar en dinero. Arudhita Yogananda era la propia imagen y no ocultaba sus privilegios.
—¿Y nunca te dijeron por qué?
—La frivolidad puede ser tu peor enemigo o tu mejor aliado. —otra pausa— Y durante años oí todo tipo de cosas. Cosas increíbles. Cosas secretas. Cosas profundas e insignificantes. Cosas sobre amor y desilusión. Tragedias. Lo único que supieron decirme fue que, ellos solo estaban interesados en mi bienestar. Irónico, ¿no lo crees? —Hizo un sonido, sus labios se apretaron, y luego su sonrisa se abrió paso. —Y también me hablaron de ti... justo un día antes de tu llegada.
—¿Estás de acuerdo con que esté aquí? —El eco apagado de mi voz rebotó contra las paredes de esa área: aquí- aquí- aquí. —¿A De Dhama Vera me refiero? refiero-refiero-refiero.
Al principio no contestó. Miró hacia las aguas azules y caminó hasta la orilla, como si allí estuviera la respuesta.
—Creo firmemente que todos estos años solo te estuve esperando, —dijo suavemente mirando al agua. —Sé lo que es dudar de ti mismo, comprender que eres diferente y que estás obligado a serlo. Eliminado de... todo. Pero sí, me alegro de tenerte aquí.
Tenía sentido sus palabras. Tenía mucho más sentido que cualquier cosa que me hubieran dicho hasta ahora. Más sentido que dos niñas huérfanas como Eleonor y yo, intentando descubrir qué hacer sin sus padres en un mundo en el que no se puede confiar.
—Lo que intento decir, Bev, es que la verdadera naturaleza de lo que nos va a pasar ya está escrita, aquí—dijo señalando el agua, —o allá arriba, —añadió mirando al cielo. —Nuestros caminos ahora son paralelos entre sí, acercándose uno al otro hasta mezclarse. Perteneces a otro país, querida... pero, aun así, viniste aquí por eso.
Me sorprendió descubrirme de repente sentada en un suelo de piedra, con el coxis dolorido. El agua luminosa se balanceaba ante mí, silenciosa.
Y Devdas se sentó a mi lado. Su cara cerca de la mía.
—Eres una mujer increíble, señorita Sherwood.
Cubrí mis ojos con una mano y sonreí, seguramente mis mejillas estaban como la escarlata y, aun así, me encantaba lo que decía.
Levanté las rodillas y apoyé la cabeza en los brazos cruzados, escuchando los sonidos de Devdas y el agua, ambos moviéndose y creando formas pequeñas y misteriosas.
—¡No te muevas, ahora vuelvo! —dijo de pronto poniéndose de pie y volviendo hacia el interior de la oscuridad de la cueva. Por un segundo pensé que había oído algo o que tal vez alguien nos había visto. Pero entonces le vi caminar, y esta vez llevaba algo en la mano, como una cesta de juncos: mangos, naranjas y una botella de líquido, tapada con un corcho y de color verdoso oscuro.
Se acomodó a mi lado y, con un pequeño cuchillo, partió el mango, entregándome un trozo.
—¿Has bebido vino antes?
—Sí, —dije. Claro que sí, pensé, pero sólo en ocasiones especiales y siempre bajo estricta aprobación de mi tía Gertrudis.
—Pero no probaste este. Prueba un poco, solo un sorbo. Te gustará.
Descorchó la botella y la acercó. Olí a cerezas, azúcar y especias. Me llevé la botella a los labios y sólo toqué el líquido con la punta de la lengua.
—Lo siento, no he traído agua. La próxima vez traeré un poco.
—Está bueno —dije. Volví a tragar. Era vino tinto. No sabía a nada que hubiera probado antes.
—Sí traje algo de fruta por si te apetecía comer, tal vez debería traer algo más que fruta y vino.
—No, está delicioso.
Y era verdad. Los mangos, una fruta que nunca ante había probado me parecieron deliciosamente exquisitos, y las naranjas, jugosas y dulces.
Comí como si tuviera hambre, como si no hubiera comido nada esa mañana. Le ofrecí el último trozo de naranja a Devdas. Él lo rechazó con una sonrisa, Y me la comí también.
Supongo que esto era como sellar un trato. Había comido su comida y bebido su vino, y si él me hubiera ofrecido, con mucho gusto habría comido más.
Y lo miré y pensé: Ahora seguramente ya soy tuyo. Pero no lo dije en voz alta.
—Pensé que este sería un buen lugar. —Dijo Devdas, había levantado las rodillas y había envuelto sus brazos alrededor de ellos, como lo había hecho yo, contemplando pacíficamente el agua. Podía sentir el calor de su costado tan cerca del mío como si bajo su piel realmente hubiera fuego, concentrado pero constante. Calidez eterna.
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Editado: 25.08.2024