El recuerdo de un amor

Capítulo 39

Estuve llorando durante horas, llorando como una niña pequeña. Mi única compañía era la noche y el silencio, no había nadie que me diera un hombro en el cual llorar. Cuando de mis ojos dejaron de caer lágrimas y mi respiración se estabilizó, tomé los tacones del suelo, el bolso y me alejé del instituto.

Recorría las calles de Minnesota sin mucha prisa. Algunas piedras se enterraban en mis pies, el viento soplaba con fuerza y hacía que mis vellos se erizaran por el frío. Tenía mis ojos hinchados, mi garganta ardía y me sentía más vacía que nunca. Había apagado el teléfono luego de que colgué, Derek había salido a buscarme, pero cuando lo vi me escondí detrás del árbol. Mis ganas de hablar con alguien eran nulas, solo quería llorar, llorar y no parar de hacerlo, pero estaba seca y no salía ninguna lágrima.

Cuando llegué a casa, estaba todo en silencio, mis padres dormían ajenos a que estaba otra vez llorando, y los abuelos estaban en casa de la tía Meredith. Subí a mi habitación, dejé los tacones a un lado y entré en el baño. Al hacerlo me quité el vestido, me despojé de los accesorios que tenía y deshice del peinado; dejando que mi cabello cayera por mi espalda. Abrí la puerta de la ducha y me metí, abrí la llave de agua y dejé que cayera sobre mi cuerpo.

Después de bañarme, me vestí con la ropa más cómoda que encontré y metí en la cama. Estuve dando vueltas por horas, pero no concilié el sueño. Miraba un punto exacto en el techo, no pensaba nada, simplemente miraba el techo blanco.

—Layla —llamaron jadeando.

Parpadeé varias veces y fruncí el ceño, giré mi cabeza hacía la ventana y ahogué un grito. Arthur estaba entrando, pero el escritorio se interponía. Me levanté de la cama rápido y acerqué.

—Hola, cariño —habló con dificultad.

—¿Qué haces aquí? —inquirí moviendo el mueble para que entrara.

Él se movió con lentitud, colocó un pie en el suelo y luego otro, bajando del marco. Me acerqué a la lámpara que estaba en una de las mesas de noche y la encendí, giré a verlo y ahogué otro grito. Su rostro estaba lleno de sangre, su labio estaba roto y con una mano se tocaba sus costillas izquierdas. Caminé hacia él y lo ayudé a sentarse en la cama.

—¿Qué diablos te ocurrió? —cuestioné preocupada.

Intentó sonreír, pero le salió una mueca de dolor.

—La entrega de un paquete de drogas salió mal. —Jadeó—. Los otros tipos querían la droga mas no tenían el dinero y se armó una pelea. 

—¿Llegaste caminando? —inquirí y negó.

—Dejé el auto a unos metros de aquí.

No era la primera vez que lo miraba así, había estado presente en una entrega y las cosas se salieron de control, desde ese día le dije que me alejara de las cosas que tenían que ver con droga, no quería estar involucrada en eso. La primera vez que lo vi fue difícil, luego se fue convirtiendo en una rutina mirarlo golpeado. Tomé con delicadeza entre mis manos su rostro y lo giré hacia mí.

—Estás fatal. —Suspiré y me levanté de la cama—. No te muevas, ya vuelvo.

Salí del cuarto en silencio, bajé las escaleras y entré en la cocina. Busqué el botiquín de primeros auxilios, lo abrí y me aseguré de que todo estuviera allí adentro. Saqué del cuarto de lavado algo de ropa de mi padre, una toalla y subí de nuevo a la habitación.

—Tienes que bañarte —hablé y coloqué las cosas encima de la cama—. Vamos, te ayudó a entrar.

Él asintió en respuesta, coloqué sobre mis hombros un brazo y rodeé su cintura. Lo ayudé a levantarse de la cama, y nos adentramos al baño. Lo ayudé a quitarse la ropa, quedando solo en ropa interior, lo senté en la bañera que había y abrí la llave, para empezar a lavar la sangre.

No era la primera vez que lo hacía, y tampoco sería la última. Mis manos recorrieron su cuerpo con delicadeza, limpiando cada rastro de sangre que había en su piel. Al terminar salí del cuarto de baño, le pasé la ropa y la toalla, dejando que se vistiera.

—Siéntate —pedí a lo que salió vestido.

Hizo lo que pedí sin decir ninguna palabra. Me coloqué en el medio de sus piernas, abrí el botiquín y saqué alcohol, algodón, vendas, curitas y una pomada. Empecé a limpiar sus heridas, limpié su labio, el corte que había en su ceja y coloqué un curita en esta. Después le pedí que se levantara, le eché una pomada en su abdomen y enrollé una venda alrededor. Limpié sus nudillos y eché la pomada, cada cosa que hacía, lo hacía con delicadeza. 

Él seguía mis movimientos con la mirada, no decía nada y solo gruñía cuando le dolía. Al terminar de curarlo caminé hasta la mesa de noche, saqué una pastilla para el dolor y se la extendí, junto a un vaso de agua. Recogí las cosas y boté los algodones sucios, guardé todo y me acosté en la cama, donde él yacía ya acostado.

—Gracias —susurró.

Me coloqué de costado, no lo miraba bien porque ya había apagado la luz de la lámpara, y no entraba mucha luz por la ventana, pero podía ver su figura.

—Tienes que dejar de colocar tu vida en peligro —susurré—. No quiero que te ocurra nada.

Suspiró.

—Está es mi vida, Layla. Y lo sabías cuando aceptaste salir conmigo, no me puedes pedir que deje algo que vengo haciendo desde hace tiempo.



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En el texto hay: amor, amistad, tóxicos

Editado: 20.06.2021

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