Sé que tiene razón. Soy un gilipollas que no merece su perdón, ni siquiera los cinco minutos que necesitaría para escupir las razones y excusas de mierda tras las que he estado escondiéndome estos últimos meses. Soy un cobarde. Soy un puto cobarde incapaz de afrontar las consecuencias de sus actos.
Le he mentido y, aunque no le habíamos puesto nombre a lo que teníamos, le he fallado; lo he hecho más veces de las que estoy dispuesto a admitir. Ahora lo veo.
Sacos de boxeo rotos, nudillos destrozados, sudor bañando mi cuerpo y sangre corriendo por el antebrazo. Las partículas de polvo en suspensión serían visibles gracias a la luz del único foco que iluminaría la estancia; el olor a dolor materializado y aire de culpabilidad serían indiscutibles. Mis ojos inyectados en sangre, la hinchazón por las lágrimas; el fugaz recuerdo de todo lo que he hecho mal. La botella de alcohol sobre el banco. La rabia, las malditas ganas de ser yo el saco al que estoy golpeando.
En otra ocasión ese habría sido el escenario más probable, pero esta vez no voy a intentar aliviarlo. No me lo merezco.
Cuando la vi salir del coche con esa sonrisa tímida en los labios, quise pensar que le había venido a la mente un recuerdo de nosotros juntos. Quizás en la piscina cuando nos reuníamos todos o en las largas noches donde solo existíamos ella y yo; las recreaciones de Penélope o las comidas con Ágata. Pero, el dolor que vi en sus ojos cuando me vio frente a su casa, corroboró que estaba totalmente equivocado. No solo no era el causante sino que era la razón por la que ya no sonreía.
La fría ráfaga de viento que crea el cierre de la puerta en mis narices hace que me congele por un segundo.
—¡Joder! —grito desesperado viendo cómo desaparece de mi vista.
Soy el único culpable de lo que está sucediendo. Sobre mis hombros recae el peso de las mentiras que han roto todo lo que habíamos construido. Tendría que haber hecho caso a las recomendaciones de Isan y André o a las advertencias de Jen y amenazas de Lis.
Cuatro años atrás, decidí encerrar cualquier atisbo de amor en lugares tan recónditos que me fuera imposible acceder a ellos; renuncié a los sentimientos que había en mí, a las potenciales pérdidas que podría tener. Todo iba bien —eso creía— hasta que llegó ella. Iris logró despertar cosas que me negué a dejar salir durante mucho tiempo. No vi llegar el peligro, actué como el mismo gilipollas de siempre intentando alejarla de mí, pero sus ojos azules tienen la facilidad de abrir cerraduras, saltar muros infinitos y caminar sobre el filo del abismo. Nunca pidió permiso, simplemente entró en mi mente y poco a poco consiguió llegar a ese lugar inhóspito, abandonado, que hace bastante dejé de visitar.
El sonido de sus sollozos silencia mis pensamientos. Me acerco a la puerta con cautela. No quiero causar más daño pero necesito que sepa la verdad, se lo debo. Quisiera decirle que la quiero, que me ha costado darme cuenta y soy idiota por haber caído en el «no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes». Porque ahora siento que la he perdido; estamos tan cerca y tan lejos a la vez que duele.
—Cielo... —susurro cuando su llanto ahogando se vuelve insoportable. No puedo escucharla así.
Soy un desgraciado. Una parte de mi se alegra de escucharla llorar, porque sus lágrimas son la materialización del dolor que está sintiendo, ese que despierta cuando aún existen sentimientos.
—Necesito que me escuches. Las cosas no...
—Para —ruega con la voz entrecortada.
Le hago caso, es lo mínimo que le debo. Me siento en el suelo húmedo y frío con la espalda apoyada en la puerta. Los segundos lejos de ella son eternidades de tormento con su llanto de banda sonora. No estoy acostumbrado a este sentimiento tan destructivo. Una parte de mí se va con cada lágrima que derrama; con cada sollozo ahogado y sonrisa ausente.
Me encantaría tirar la puerta abajo y limpiar sus lágrimas mientras le recuerdo que siempre me tendrá a su lado. Quisiera decirle que lo de Lis no significó nada, que nadie ha logrado hacerme sentir lo más mínimo, hasta que llegó ella. Tengo que aclararle que el alcohol, la oscuridad y su promesa de volver a la cama no me permitieron distinguir quién tenía mi polla en la boca. Sé que es una tremenda cagada y que estoy condenado, pero tengo que decirle que no le habría hecho eso. Jamás.
En cuanto descubrí que no era la rubia de ojos azules que me tenía loco quien estaba arrodillada frente a mi, la aparté. Recuerdo que vomité como un maldito niño en su primera borrachera cuando me di cuenta de lo que acababa de suceder. Pasé horas sentado en las escaleras, observando de lejos la luz de la luna reflejada en su piel, el lento vaivén de su pecho y preguntándome cómo había sido capaz de derrumbar mis muros impenetrables. Me castigué por haberle fallado una vez más, por no tener los santos cojones de enfrentar mis sentimientos por ella, pero ya era demasiado tarde.
Siempre es demasiado tarde. El coche explotó, su cuerpo no resistió y el peso de mis engaños acabaron con todo.
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Editado: 28.10.2024