Una suave caricia al corazón. Un recordatorio de que el órgano cardíaco seguía en funcionamiento. Un par de latidos menos, una verdad más. Una confesión que ya no pesaba sobre nosotros, ahora se escurría entre nuestros labios que se buscaban con desesperación. Yo estaba a la deriva y él era tierra firme. Era el aire fresco que ansiaba mi alma rota, el susurro de amor que no sabía qué necesitaba con tanta urgencia. La miel de mis labios era residuo de los suyos. Un sabor tan dulce como reconfortante era el calor que me abrazaba el pecho.
Sus manos causando estragos en mi cuerpo. Danzando sobre las cimas, curvas y cientos de imperfecciones. Su contacto era poesía y yo la musa que la mantenía viva. Sus besos un tratado de paz y su necesitad una declaración de intenciones.
Ardíamos. Esta vez las llamas no amenazaban con acabar con las pocas buenas ideas que nos quedaban, hoy solo estaban ahí, alumbrando el destino que estábamos sellando y no veíamos venir. Nos consumíamos.
—Ve —un susurro una súplica, un disparo certero.
No articulé palabra. No podía formar un solo pensamiento congruente cuando lo único que quería hacer era silenciar mis pesadillas y desterrar a los demonios con sus besos, con sus caricias en los sitios que sabía que me harían llorar de placer.
Los recuerdos oscuros, los llantos. Las noches solitarias, las que pasé acompañada del monstruo. Las malditas ganas de querer terminar con todo que aún me acompañan. El terror, la agonía. La necesidad de ser fuerte, la jodida ansiedad que me dejaba sin respiración. El desasosiego, el temor, la desesperación. La esperanza, la determinación. El temblor de mis manos, la pistola, la sangre. Ian. Penélope. Las mentiras. Las verdades escondidas. Todo desapareció. Todo.
Menos nosotros.
Menos él.
El caos que reinaba en mi interior desapareció. El ruido se apagó, los recuerdos se convirtieron en imágenes lejanas que ya no podían hacerme daño.
—Vuelve conmigo, cariño —rogó mordiendo mi labio inferior. Sus pupilas tan dilatadas que casi no vislumbraba mi verde favorito.
Lo que vi en su mirada me hizo ahogar un sollozo. Puede que nuestros cuerpos estuvieran hablando su propio idioma. Que la ausencia de prendas hubiera dejado nuestra piel expuesta y que su confesión hubiera abierto y cerrado alguna que otra herida del pasado. Puede que incluso estuviera tentada a decirle que yo también lo quería y que yo tampoco merecía perdón. Pero cuando nuestros ojos conectaron, se gritaron todo lo que mi garganta no podía. Fue cuando supe que estaba donde debía estar. Supe que mientras estuviera entre esos brazos el mundo podía girar tan rápido como quisiera que jamás me bajaría.
—Te necesito aquí —Sus manos a ambos lados de mi cintura me elevaron hasta que la encimera fue testigo de la humedad que crecía y crecía en mi interior.
No necesitó pedirlo, mi cuerpo se abrió a él. Le entregó las llaves de todas mis cerraduras y sus dedos hicieron el resto de la magia. La anticipación comiéndome por dentro con tal fuerza que mis dientes abrieron heridas en su hombro. Las uñas trazando surcos rojizos en los músculos de su espalda cada vez más tensos.
Nuestros besos se volvieron desordenados. La respiración no era un bonito ejemplo de compás rítmico. Éramos todo manos, besos, caricias y desesperación. Éramos ansiedad, necesidad. Éramos nosotros deshaciéndonos, devorándonos. Abriéndonos en canal.
—Necesito que sientas esto.
Toda su longitud presionando las entradas que sabía que tenía permitidas. El placer acumulándose en mi garganta con cada segundo que pasaba. Sus dedos reduciendo a cenizas la punta rosada de mi pecho mientras su palma descansaba sobre mi corazón.
—Necesito que comprendas que jamás te soltaré —Su brazo acercándome tanto a él que siento cómo me llena por completo. Nuestros gemidos cantando una sinfonía sin precedentes.
El sudor perlando la frente de ambos. Mis caderas buscando las suyas. Nuestras lenguas combatiendo sin cesar en una guerra que ninguna quiere ganar porque tampoco queremos terminar.
—Te necesito a ti, joder —. El dolor del pecho se vuelve tan diminuto que no recuerdo lo que es sentir presión ahí. El aire entrando a mis pulmones con tanta libertad que me es imposible imaginarme lo contrario. La libertad rozando la punta de mis dedos que se enroscan en su cintura para evitar que se aleje más de lo necesario. —A ti.
Y yo a ti, quiero decirle. Lo noto en cada maldita célula de mi cuerpo. Lo siento en la piel ardiente bajo mis manos, en la dureza que me golpea con tanta fuerza que ahuyenta todos los males.
—Hard...—mis palabras estranguladas por el vaivén de nuestros cuerpos.
—Dilo —una orden que enciende mi piel—. Di mi nombre mientras ahuyento a mis demonios. Dilo hasta que desaparecen los tuyos. —El sudor, la fricción, las embestidas más fuertes —. Dilo. Di mi nombre mientras te demuestro lo jodido que estoy. Lo malditamente enamorado que estoy de ti.
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Editado: 28.10.2024