Cesáreo era un hombre de cuarenta años, de barriga prominente, alto y fornido. Tenía una voz grave y profunda, como la de su madre. Ella siempre pensó que el chico sería guardia de seguridad, no uno de esos "progres" universitarios que se creían muy importantes. Pero así fue, su hijo se pagó la carrera de medicina como pudo. En ese momento era el medico de guardia de aquel pequeño pueblo de la comunidad valenciana, el último, en la misma frontera con Cuenca, Villargordo del Cabriel, a veinte kilómetros de Utiel.
Su físico contrastaba con su atuendo diario. Era un hombre simple, barbudo y pelirrojo, vestido con una bata blanca que cubría su torso a duras penas, pareciendo siempre a punto de saltar, todos y cada uno de sus botones.
Su consulta consistía en un pequeño edificio de una planta, cedido por el ayuntamiento. Su decoración minimalista y discreta no lograba imprimir personalidad alguna a la estancia. Una simple mesa, un ordenador, los obligados títulos colgados de una pared de un color gris mortecino y una pequeña estantería con algunos enseres más. Al lado de su consulta, al entrar, pasando la sala de espera, a la izquierda, se podía encontrar, habitualmente, a su ayudante, una enfermera relativamente joven, que rondaba los treinta, muy amable. Según decían los pacientes, solía encontrar la vena a la primera, lo cual tenía su mérito. Habían pasado ya demasiadas ayudantes por sus manos que lo mejor que sabían hacer era ponerse de rodillas cuando la consulta estaba vacía. Esta chica era diferente. Su sonrisa hacía que hasta el niño más miedoso bajase la guardia, eso no quería decir que no se pusiese de rodillas alguna vez, por supuesto.
Esa mañana era su día libre, aún así se encontraba en la consulta. Con sus vaqueros anchos y manchados de salsa de tomate por los tobillos y la camisa desabotonada a mitad, revisaba recostado sobre su asiento, interminables listas de páginas de contactos en el ordenador, disfrutando con cada una de las imágenes que se iban sucediendo por la pantalla. En su casa no tenía Internet y prefería no gastar los "megas" de su móvil para estas "cosas". En aquel pequeño pueblo semi-desierto no llegaría jamás la fibras pensaba.
Hacía algunos años, un hombre corpulento, con una gran bufanda gris que apenas cubría una barba del mismo color le visitó. Traía consigo un listado de números de teléfono y una propuesta que difícilmente pudo rechazar.
Algunas tardes y mañanas que tuviera libre debía esperar allí, en su despacho, a que alguna persona del listado lo llamara. Debía atenderlos sin hacer ninguna pregunta, sin reenviarlos a ningún hospital y por supuesto, no podía dejar constancia o divulgar nada de lo que viera o pasara allí con nadie.
El hombre le dio las llaves de una vivienda de obra nueva. Le traspasaron la propiedad a los pocos días, a través de notario.
El sótano era algo increíble, estaba equipado de todos aquellos utensilios y máquinas médicas necesarias para una atención de urgencia, e incluso contaba con un pequeño quirófano. Además, se le compensaba con una cuantiosa suma de dinero que le traían cada año, religiosamente, en un maletín de piel. Nunca veía a quien se lo dejaba, pero suponía que el hombre de la barba podría estar detrás. La única regla que debía seguir, es que ese acuerdo era confidencial, nadie podía saber nunca nada, excepto su ayudante, que mientras estuviera dentro, tendría asignado de forma permanente ese puesto, a pesar de no estar realmente fija. Y por supuesto le correspondía una parte de lo que había en ese maletín.
Ellos se ocupaban de todo. Ese hombre le daba miedo. Representaba a algún organismo estatal tan poderoso, que jamás permitirían que rompieran, ninguno de los dos, fácilmente, ese acuerdo. No era tonto como para no saberlo.
Hacía diez años de eso. Los cuatro primeros fueron bien, recordaba. Disfrutaba de una gran casa, llevaba a las mujeres que quería y se gastaba, muchas veces en bares de alterne, gran parte de lo que le correspondía. Sin embargo, hacía seis años todo cambió. Uno de los números de teléfono llamó. Esa madrugada el sótano de su casa se convirtió en un hospital de campaña improvisado. Estaban en las afueras del pueblo, así que nadie vio nada. Fue una locura, cerca de veinte familias, con personas con heridas graves abiertas,, trozos de huesos que sobresalían, hasta niños con partes de sus extremidades amputadas o quemadas. Su ayudante, Lila, quedó completamente traumatizada y sobrepasada.
A pesar de todo, consiguieron salvar a los menos graves. Murieron esa noche siete personas, tres de ellas desangradas.
La casa era enorme, así que pudieron acomodar a las familias fácilmente en el subsótano, una espacio casi tan grande como la propia casa, que más bien parecía un bunker antinuclear, con quince habitaciones , una cocina, dos cuartos de baño y un almacén con comida, para alimentar, al menos, a 50 personas durante más de un mes. El acceso al mismo era a través de una pequeña trampilla de metal camuflada que había en el "hospital de campaña", el sótano. Debajo, unas escaleras se internaban al piso subterráneo. Cesáreo y Linda, su ayudante, acudían a atenderlos cada día, al terminar sus trabajos en la consulta del pueblo.