Justine admiraba con fascinación cómo el minutero cambiaba de posición, haciendo que el momento tan esperado, cada vez estuviera más cerca. Observó a Luca, que desde que leyó la nota que ella había dejado en su mochila, no dejaba de contemplar embelesado a Ximena. También se notaba la incomodidad en ella. Cada determinado tiempo, Ximena se giraba hacia Luca para descubrir que él seguía observándola. Su amigo parecía no entender que ella solo quería su amistad, que solo eran niños y que no podían gustarse. ¿No había sido lo suficientemente clara al decírselo?
En cuanto sonó el timbre, Ximena fue la primera en salir. No soportaba un minuto más, la mirada boba de Luca sobre ella. El niño quiso seguirla inmediatamente, así que tomó su mochila y se la colocó en la espalda, pero para cuando llegó a la puerta, todos sus libros y cuadernos se habían escapado de la mochila por un enorme agujero que ésta tenía. Justine observó cómo caían cada uno de ellos en el suelo, haciendo que el pequeño se retrasara en aquel compromiso romántico que planeaba tener.
—¡Ximena, espera! —chilló al intentar retener a su amiga y recoger sus libros, al mismo tiempo.
Ximena se esfumó y él no lograba comprender cómo su mochila se había roto de aquella manera, en el momento más inoportuno. La maestra se agachó junto a él para ayudarlo, sin saber, que esa sería la última vez que vería con vida al muchacho.
—Gracias, Maestra.
—No es nada. ¿Cómo se rompió eso? —preguntó Paulette, llena de intriga.
El chico se encogió de hombros, haciendo una pequeña mueca de desconcierto. Llevaba todos sus libros en los brazos y su destrozada mochila en el hombro. Justine abandonó el salón de clases pasando desapercibida detrás de ellos, su caminar era tan veloz y sigiloso que nadie la notó, sabía perfectamente a dónde ir. Minutos más tarde, sus pequeños nudillos se topaban contra la puerta del director Stuart.
—¿Sí? —dijo él, desde el interior de su oficina.
Su secretaria no le había anunciado ninguna visita, marcó rápidamente a su extensión y nadie contestó. Miró el reloj, y al percatarse de la hora, imaginó que la mujer ya se había marchado.
—Esa mujer no regala un segundo de su vida al trabajo —farfulló el hombre, tomando sus cosas y colocándolas dentro de su portafolio.
Justine abrió lentamente la puerta asomándose de a poco y mostrando su inocente rostro triste y desconsolado.
—¡Justine! —exclamó, al tomar la última rosquilla de un envoltorio de papel. Le dio un mordisco—. Pasa, pasa… ¿cómo has estado?
Los ojos de Justine se llenaron de lágrimas, pero su actuación tenía un sentido especial, uno premeditado, del cual el director no tendría la menor sospecha.
—¿Mandy no volverá a la escuela? —preguntó, haciendo un leve puchero.
El corazón se le detuvo, dejó de masticar su azucarado bocadillo para pensar qué responder. Le recordó tanto a su hija, con su mirada inocente, trasparente y llena de dudas ante las cosas crueles de la vida. Negó con la cabeza.
—No, pequeña. Mandy está en el cielo. Es un angelito más.
El director Stuart se puso de pie y caminó hasta ella, puso su mano en su espalda. Él también quería creer que su pequeña hija estaba en el cielo. Se aferraba a la idea de la vida después de la muerte, solo ansiando el momento de volverse a encontrar con ella. Justine asintió, y rozó su frágil mano con la del director, buscando apoyo, continuando con la actuación.
—Vamos pequeña, es hora de irnos. Tengo que almorzar en casa.
El director Stuart abrió la puerta e invitó a salir a la niña, pero ella se detuvo justo enfrente de la puerta del psicólogo.
—Tengo que hablar con el doctor Hooke —añadió, secándose un par de lágrimas con el dorso de su mano.
—Es difícil Justine, pero algún día todo ese dolor será trasformado en una paz inmensa, que te hará comprender el sentido de la vida —añadió más para sí mismo que para la pequeña.
Después de decir esto, miró a la pequeña que tomó asiento en la sala de espera y él le regaló una sonrisa antes de marcharse.
Luca caminaba dando vueltas alrededor de la piscina con sus libros en brazos, llevaba más de cinco minutos esperando, pero le parecían horas. Su mente empezó a vagar, pensando que tal vez Ximena ya se había marchado, que no lo esperó o peor aún, que se había arrepentido; hasta que escuchó un ruido. Unos pequeños pasos repiquetearon sobre el solitario mármol. Miró hacia todos lados y de nuevo todo estaba silencioso. Pasó saliva por su garganta, ese silencio comenzó a asustarlo.