En las montañas de Gésur, cerca de donde Absalón vivía, Salot se encontraba tirando con el arco a unas pieles.
Zamalech veía como su hijo de dieciséis años metía quince flechas en diez segundos justo en el punto del centro de cada piel, a pesar de la oscuridad de la noche.
—Te estás volviendo muy fuerte querido hijo mío.
—Es lo más rápido que puedo.
—Tu abuelo Saúl podía hacer lo mismo en cinco segundos; a caballo. Lo estás haciendo bien pero aún no estás listo.
—Pero el abuelo no tenía mi edad.
—No, él solo tenía diez. Fue hombre de guerra desde su niñez, hijo. Como tú.
—¿Cuándo estaré listo entonces, padre?
—Paciencia, paciencia.
—¡Zamalech! —exclamó un hombre.
Salot y su padre pausaron sus actividades y voltearon.
—¿Qué pasa Abiatar?
El hombre que gritó se detuvo a pocos pasos de Zamalech, agitado, a pesar de ir en caballo.
—Algo, ha pasado en Jerusalén —tomó aire al detenerse.
—¿Qué pasó? —dijo el padre y Salot se acercó a escuchar.
—El príncipe ha cometido algo atroz.
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Editado: 05.05.2020