Salomón había mandado a colgar el cuerpo de Sadoc en las puertas principales del palacio. Y también mandó a enterrar el cuerpo de David en el jardín real.
Aunque no necesitaba espada, tomó la suya, aquella que llevaba a cada batalla junto a David. Así tendría la presencia de su padre con él.
Esa noche, pidió a Baal que cuidara su puerta por si alguien iba a asesinarlo mientras dormía, pero el temor de sus súbditos era tal, que no se atrevieron a irrumpir en la alcoba del rey.
Sin embargo, Urías y Joab estaban decididos a matarlo por lo que le había hecho a su rey y amigo.
Esa noche el anillo resplandeció nueve veces. Y Salomón soñó con siete demonios y dos ángeles que se reían de él y le decían que era un príncipe desesperado de poder, y que jamás iba a igualar a su padre o a Josué, le decían que el Señor lo había maldecido y que ahora estaba solo en la guerra que había provocado.
Así fue, porque cuando Salomón despertó a la primera hora de la mañana, Baal le dijo que los otros le habían abandonado. Y que la única que quedaba a su servicio, era ella.
Las entidades se habían ido sin razón alguna. Y el ejército de Zamalech ya estaba avanzando hacia Jerusalén.
Zamalech iba en su caballo marrón al centro, Absalón iba a la derecha en su caballo blanco, Salot iba a la izquierda en su azabache, a lado de éste iba Abiatar en el corcel que había llegado y el general Haf iba a lado de Absalón montado en un potro pinto.
Tras ellos, el ejército entero de los gesuritas y los hombres de Absalón se abría paso en el desierto, pasando por el monte Gilboa, con estandartes que se veían a la distancia junto a la gran nube de polvo que alzaban al galopar.
Salomón se enteró del movimiento cuando uno de los soldados del palacio le notificó.
—Señor, los gesuritas vienen hacia acá con estandartes de guerra.
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Editado: 05.05.2020