Un alma romántica cree en el destino, sabe que en algún lugar existe esa otra mitad que espera ser encontrada. En ocasiones, es posible tenerla cerca e ignorar que existe, pero tarde o temprano esas almas destinadas terminan encontrándose. Nada pasa porque sí, era algo que Diana tenía claro desde que, de bien pequeña, sus padres la abandonaron y la dejaron junto a sus dos hermanos al cargo de su abuela. Crecieron en un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Valencia.
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Aquella mañana de primeros de noviembre, el cielo de Madrid amenazaba con dejar caer las primeras nieves de la temporada. Eran las ocho de la mañana cuando Diana llegaba, enfundada en una cazadora color caqui y un gorro de lana, a la puerta del hospital Nueva Esperanza.
Antes de atravesar la puerta su esbelta y frágil figura se paró y sus ojos miraron al cielo, sabía que su abuela la observaba desde allí y a ella dedicó su pensamiento. «Abuela, esto es por ti», pensó mientras su mirada tranquila y transparente se empañaba por las lágrimas que su recuerdo le ocasionaban. Ella siempre le enseñó que para conseguir los sueños había que perseguirlos y así había sido. Por fin había conseguido plaza como enfermera en unos de los hospitales privados más prestigiosos del país.
Absorta en su pensamiento sintió un leve empujón que hizo que el dosier, con la documentación, cayera de sus brazos al suelo. Sin preocuparse de quién había sido se agachó para recoger los folios esparcidos a sus pies. En ese preciso instante un rostro, presidido por unos ojos negros profundos y realzados por unos gruesos labios enmarcados en una barba, apareció en su campo de visión.
—Disculpa, no te había visto
El hombre, ataviado con un pantalón ancho de deporte color negro y una sudadera roja con capucha se disculpó mientras la ayudaba a recoger.
Sus miradas se encontraron por unos segundos y Diana no pudo evitar que un escalofrío recorriera su espina dorsal. Escalofrío que terminó con el aumento del ritmo de su corazón cuando él le tendió los folios mientras le brindaba un pequeño guiño con su ojo izquierdo.
—De nuevo te pido disculpas, que tengas un buen día —objetó mientras ambos se incorporaban.
Él siguió su camino mientras Diana quedaba perdida en aquel momento tan extraño que acababa de vivir.
Se repuso y cruzó la puerta, una vez en el hall la voz de su amigo Diego le llegó desde los ascensores.
Diego era uno de los pediatras del hospital, se conocían desde primaria, ambos eran de Valencia y habían crecido juntos. Cuando Diana le llamó tras la muerte de su abuela para decirle que necesitaba dejar Valencia y encontrar trabajo en Madrid no dudó en ayudarla, gracias a él le habían concedido la plaza y se convirtió en su compañera de piso.
—Pero que ven mis ojos, que honor para este hospital recibir a semejante belleza valenciana.
Llegó junto a ella y depositó sendos besos en sus mejillas.
—No seas tonto, Diego, no me pongas más nerviosa de lo que ya estoy.
—Tranquila, lo harás de maravilla y en cuanto te hagas a la gente estarás muy a gusto, somos una pequeña familia. —Pellizcó su mejilla —. ¿Te has comido el desayuno que te he dejado preparado antes de venirme?
—No, no he podido probar bocado, estoy demasiado nerviosa y no tenía nada de hambre.
—Venga ya, Diana tienes que comer. Estás en los huesos, además, si no lo haces enfermarás.
—No seas exagerado que no es para tanto, luego comeré. Ahora lo primero enséñame a llegar al despacho de la coordinadora.
—Eso está hecho.
Y rodeándola con su hombro se dirigieron hacia los ascensores.
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La guardia de Julián hacía media hora que había terminado, se cambiaba en los vestuarios cuando la puerta se abrió y apareció su gran amigo Santi.
—No me lo puedo creer, ¿después de un año fuera reapareces con esas pintas?
Su amigo era el Doctor Santiago Carmona uno de los cirujanos cardiovasculares más prestigiosos del hospital. Verlo aparecer vestido con pantalón de chándal y sudadera no era lo que esperaba el día de su reincorporación.
—No seas gilipollas, necesitaba hacer deporte antes de comenzar, volver aquí me resulta duro, no he pisado el hospital desde… —Detuvo la frase con su mirada llena de tristeza.
—Desde la muerte de tu madre en este mismo hospital, lo sé amigo. Ya ha pasado un año y ha llegado el momento de volver.
—Cierto, tengo que contarte algo aunque sé que no te gustará escucharlo. Ayer pedí traslado al Gregorio, en cuanto me den la plaza me largo de aquí.
Comenzó a quitarse la sudadera dejando su torso atlético al descubierto. Julián lo miraba con tristeza, eran amigos desde la universidad y siempre habían tenido la suerte de trabajar juntos, no le gustaba la idea de que se fuera, pero conocía de sobra lo testarudo que podía ser su amigo y por ello no intentó quitarle la idea.
—Como tú veas. Por cierto te aviso de que Rodrigo y Ricardo te están preparando para esta noche una fiesta de bienvenida. —La cara que puso Santi lo hizo sonreír—. Lo sé, no te gustan las fiestas; pero ya conoces al comando R, cuando se proponen algo nadie los para.
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Editado: 01.03.2021