Tercera Parte.
¿En qué mundo una mujer se imagina el dolor más grande del corazón? Eso se preguntaba Adelaine aquella mañana en particular. Aquél dolor en dónde uno se despide de la flor marchita creciente e hiriente del pecho y con él, también, la del corazón que lo padece.
La mañana era fresca y tierna. Pero, en esta ocasión no había nada que agradecer al señor. Se sentía una fina brisa salada que espesaba el viento, sabor amargo en los labios ásperos y resecos cómo el desierto árido. La joven vestida e indispuesta a recibir el día. La hora de partir de aquella institución, se acercaba. Fina era la línea que separaba el día de la noche, así como, la dulce de la amarga, los tallos de las rosas, la distancia de la proximidad, el invierno a un ruiseñor.
Al dejar aquél páramo dulce en afecto, quieto como un manto que la separaba suavemente e imperceptible de la cruel y tosca realidad, de un futuro desperanzador.
Tras haber confesado el deseo de contraer nupcias con aquel joven que se dedicaba al servicio del ejército de la corona, su tía Nathalia se negó rotundamente. No le importó el suplir de la joven que suplicaba aquel fuera el caballero, al cual deseaba entregar su vida. Entonces, Nathalia supo que de no ser aquel joven, Adelaine quedaría desdichada, vulnerable y perceptible a cualquier estrago doloso que vaticinara el futuro.
Renuente Nathalia sopesaba las alternativas, no supo que hacer. Ella podía permitir aquel compromiso entre un soldado inglés y su sobrina, ella no era tan quisquillosa, ni escrupulosa en ese aspecto, pero sabía que James y Merida jamás se lo permitiría. Un soldado inglés pidiendo la mano de la chiquilla francesa de la burguesía.
Era política, religión, cultura y casta contraría. Roces y guerras entre Gran Bretaña y Francia era la rotunda negativa.
No podía suceder. No había nada más que hacer, y tras explicárselo a su aletargada niña quien osada replicó en busca de alternativas, ella triste las negó todas. Y en consuelo le aseguró buscar con ímpetu y valerosa al mejor pretendiente de la fina casta francesa.
Fue entonces que rendida la pelinegra trás dos días de despedirse de sus compañeras y maestras, esa noche al irse a la cama, planeó escapar.
Huir, dejarlo todo. Correr y llegar a la orilla del mar. Se levantó a mitad de la noche y con el llanto brotando de su ser empacó una pequeña maleta, se vistió y con una capa azul como el cielo a mitad de las constelaciones salió a primera luz del alba. Bajó los escalones en silencio, caminó por los pasillos y al ser recibida por el azote fresco de la madrugada inspiró profundamente y huyó camino al espeso bosque de los alrededores, al séptimo árbol se detuvo con la respiración agitada. Apoyada en el tronco se desplomó y sollozó con ahínco, el cielo padeció ante el dolor de la joven de cabellos oscuros.
Lloró hasta el cantar de las aves y permaneció presa en la locura de su alma. ¿A dónde vas Adelaine? Se preguntaba. No pudo seguir, eso lo supo. Que cobarde se sintió al renunciar así a su vida. Porque sabía que el escapar implicaba renunciar a la vida misma, allá fuera no era nadie, y en ése momento tampoco lo era. ¿Pero, entonces quién era?
¿Era solo un deseo, solo pena y desdicha? ¿O solo el amor hacia su amado? ¿Solo era el pecado? ¡Qué maldita! ¡Qué maldito se ha vuelto el amor que siento! ¡A qué infierno me he encadenado!
¿A qué infierno lo he encadenado? ¿Me iré y le dejaré desconsolado y deshecho? Jamás, sollozó hecha trisas. No podía dar ni un solo paso, más distancia la terminaría por matar.
No huía del futuro. No le temía a él. Le temía a la idea de un futuro sin él. Por ello corrió por el bosque, por ello pidió cada luna llena al cielo que cuidará de su amado, que él logrará descansar el alma y el corazón. Aunque eso implicará olvidarla, con dolor renunciaba a su amado cada noche una vez al mes, creía que tal vez así equilibraba el que cada mañana que se levantaba y cada noche que se acostaba rogaba que él no la olvidase y que no la dejará de amar.
En el espejo, al verse a los ojos acuosos se decía cuan egoísta era por no olvidarlo y no dejar que él también lo hiciera.
Pero, ya no podía seguir viviendo aquel infierno tan tormentoso en dónde se seguía contradiciendo constantemente y en el proceso dañándose.
Arrepentida llegado el medio día se encaminó a la propiedad, dónde se encontró a todo el mundo hecho un lío buscándole y a su tía hecha nervios al no encontrarle. Llegado el momento cuando le vio la tomó en brazos y en llanto le besó la frente con tal fervor que su calor penetró el frío pecho de la joven que rompió en llanto al igual que ella.
Aferrada en sus brazos, Adelaine lloró desbordada y Nathalia la retuvo en brazos con apacibilidad y encanto. Ninguna dijo más. Nathalia no necesitaba más que tener por la eternidad así a su pequeña. Y Adelaine sintió alivio al sentir el dulzor y la bondad en aquel lugar que siempre sintió su hogar, en los brazos de su adorada tía Nathalia.
A la mujer que tuvo que dejar de llamar madre.
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