El sinuoso resplandor sobre la copa de los árboles, agitándose tan suave como la brisa que ensalzaba a esa hora mi entusiasmo, sin duda abrieron un preámbulo de todo aquello que suponía una excitante aventura.
La huella demarcada con piedras geomorfológicamente dispares en los costados, trazaban en mi retina y en mi mente la idea pertinaz de prolongar aún más mi curiosidad ante lo confrontacional que suponía lo desconocido. Había cierta complicidad con lo imaginativo, ya que todo me resultaba envolvente en su arquetipo. Sobre todo ante la ausencia de orientación o experiencias ajenas que pudiesen hablarme de ello.
Habiendo transcurrido un poco más de un kilómetro y medio, pude notar, casi instantánea y vertiginosamente, un abrupto cambio visual o de 'apariencia' en la tupida y arrebujada vegetación preeminente. Lo que en un comienzo pareció alfombrar con fresco verdor las onduladas y espesas laderas, ahora se mostraba como una espesa capa descolorídamente dispersa y amenazante. Daba la impresión que la subyacente fisonomía vegetal; en cuanto a color, tamaño y forma, no guardaban referente conocido o descrito en los innumerables libros de ciencia botánica. Las deformaciones vegetativas eran tales, que no cabían sino en la rama investigativa de la teratología. El paisaje semi selvático subrayaba lo agresivo y dispar.
En mi avance, no muy lejos de donde me encontraba, habían intervalos de camino y hondonadas boscosas donde el gris verdoso del terreno parecía abordarme con tentacular insistencia.
En otros, la perturbadora floración que ya se hacía predominante, cubría grandes extensiones de suelo irregular pudiéndose ver la aparición de atemorizantes malformaciones, como la de unos abruptos y gigantescos magüey de color rojizo que daban la sensación de moverse extrañamente lejos de la sinuosa brisa, o los desproporcionados michay, cuyos frutos enmarañados de un azul oscuro, de tamaño equivalente al de una naranja, pulsaban viscosamente como queriendo imitar los latidos exaltados de un corazón humano, al tiempo que por cada respingo, éstas liberaban de su gruesa envoltura una extraña sustancia lechosa de una fetidez indescriptible. Como cuando un cadáver ha estado expuesto, luego de varios días, en un área cerrada.
A medida que mis pensamientos litigaban con la cordura, los bosques nothofagus, arbustos y matorrales esclerófilos, se hacían cada vez más presentes, todos con algún grado de mutación o deformidad.
No fue sino después de quedar suspendido en medio de una cuesta de abrazantes pinos insignes, que una extraña y esbelta roca cenozoica, no mayor a cinco metros de alto por tres de ancho y dos de espesor, irrumpía de extremo a extremo el camino como si se tratase de una gigantesca puerta o el muro de una escondida antigüedad del eón fanerozoico.
Ante tamaña insinuación, no hallé nada mejor que bajar del carro he ir a explorar la significación de aquel magnánimo 'monolito'. Una vez estando cerca, pude constatar que la estratigrafía de la gran roca obedecía a una formación del tipo volcánica cenozoica pero de un piroclasto mineral jamás antes visto. Habían vetas metamórficas en su constitución rocosa de un color azul fulgurante que reaccionaban parpadeantes ante la menor exposición de luz. Pero lo que sin duda terminó por extraer mi mayor atención, fueron unas ominosas fisuras o agrietamientos de los cuales emergían unos extraños bulbos reticulares de rojo intenso que producían un zumbido parecido al de las abejas. Después de ver aquello, no pude sino mas que alejarme de la roca con gran escozor en la piel y proseguir mi marcha a pie detrás de aquella facción monolítica imponente.
Al igual que mis zapatos, mis manos fueron abriéndose camino entre la selvatiquez inconmensurable de un sorprendente e impredecible túnel arbóreo, a sólo metros de la cara posterior de la gigantesca roca, y a otros cuantos de una estrepitosa hondonada gris oscura que se abría a mi costado izquierdo en orientación sureste, como las fauces de una bestia bizarra aguardando por su presa.
Transcurridas algunas largas horas de camino, y por razones de extraña consideración, el reloj de bolsillo que portaba en mi chaqueta, regalo de una tía abuela el día que obtuve mi título de profesión, dejó de funcionar paulatina e inexplicablemente por un poco más de dos horas, en donde el conteo de sus doradas agujas giraba en total sentido opuesto a la esfera de tiempo.
» Algún tipo de suelo mineral ferromagnético o simple desperfecto mecánico producto de la irresistible humedad —pensé— sin dar mayor cobijo a otras conjeturas. Sin embargo, el 'tc-tc' continuo de sus manecillas, no detuvo su avance regresivo lo que llamó significativamente mi atención. Luego el reloj simplemente se detuvo. La hora que quedó congelada marcaba la medianoche del 3 de junio, cuando en realidad, y de acuerdo a la orientación que llevaba, debía señalar las 3:00 de la tarde del día siguiente. Posteriormente, y sin dar mayor preámbulo al tiempo mecánico de mi reloj, sorteé un nuevo pero no menos misterioso atajo en lo alto de un boscoso cerro. Allí, la agresividad de la naturaleza pareció retratar el terror cósmico del que tanto hablaba H. P. Lovecraft. en sus escritos.
En un plano abierto bajando aquel cerro musgoso de raíces tuberosas, decenas, si no acaso cientos de árboles, vegetación y fauna silvestre, mostráronse compulsivos con ominoso surrealismo amenazante, como si se tratase de alguna perversa fábula sideral dónde sus figurativas estructuras básicas no correspondían al apelativo de espécimenes conocidos dentro de nuestra atmósfera terrestre.
Con sigiloso andar, me detuve abstraído ante una colmena de grietas del tipo kárstica que absorbían cierta porción de suelo vegetativo no mayor a una hectárea. Su geométrica configuración hexagonal, de aproximadamente unas 50 pulgadas entre aristas, me recordaba a las arquetípicas celdillas elaboradas por las abejas, siendo su boscosa profundidad aún más desconcertante.
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Editado: 26.10.2020