La puerta de madera que daba acceso a su cuarto estaba frente a él. Carlo la miró y la abrió. Entró con su equipaje y después de cerrar, puso su maleta sobre la cama, cubierta por sábanas de seda y almohadas blancas en la cabecera. Se sentó sobre la cama y extrajo de su pecho una cadenita plateada de la que colgaba la mitad de un corazón con la letra C. La miró detenidamente y luego golpeó la pared con su puño cerrado. Lo hizo con coraje e impotencia al darse cuenta que su relación con la joven que más amaba podría terminar.
―¿Qué fue lo que hice mal? ―reclamó―. ¿Por qué sucede esto? ¡Es injusto! No puedo creer que tenga que separarme de ti, Colibrí, ¡no quiero! ―gritó y soltó otro puño, tan fuerte como pudo, contra la pared―. Y tampoco lo voy a permitir ―advirtió, dándose la vuelta, mirando a través del balcón hacia el reino―. Mucho menos por esa princesa, a la cual nadie conoce. Seguro su padre no ha dado a conocer su rostro porque ha de ser gorda y fea. O tal vez porque es fea ―soltó una risilla de consuelo―, en cambio, mi Colibrí es hermosa. Es más bella que todas las flores juntas. Sus profundos ojos verdes me colman de felicidad. Su presencia me derrite y su mirada me da calma. A su lado todo es emocionante y maravilloso. Su piel hace vibrar mi alma y su voz hace volar mi mente y mi corazón. Cada palabra que me dice, me llena el corazón y todo mi ser, como si viviera siempre en un sueño. Toda ella es magia para mí ―finalizó dando un gran suspiro.
En ese instante se dio cuenta que ahí, en su cuarto, cuatro ojitos negros y pequeños, lo miraban.
―¡Remso! ¡Dénis! ¡No los había visto! ―exclamó con alegría.
Aquellas hermosas aves le recordaban a su amada Colibrí.
Se puso de pie en un dos por tres y se acercó a las palomas. Colocó brazo izquierdo cerca de ellas y ambas subieron a él.
Una sonrisa animaó el rostro de Carlo. Fue hacia su pequeña sala y se sentó en el sillón más grande. Apoyó su brazo izquierdo sobre el sillón y miró fijamente a las dos aves.
―A ver, ¿qué los trae por aquí? ―Dénis y Remso se miraron entre sí―. Ya veo, no pueden contestarme. A ver ―y entornó los ojos―. ¿Colibrí los mandó? ―preguntó sonriente.
Ambos pajaritos levantaron la cabeza y volvieron a bajarla.
―Ya veo. Y también veo que no me dirán la razón por la que los mandó. ¿De casualidad traían un recado para mí de parte de ella? ―preguntó de nuevo.
Los dos tortolitos volvieron a mover su cabeza como antes.
―¿Y dónde está? ―preguntó Carlo registrando con su mirada en todos lados, pero no vio nada.
Los dos animalitos agacharon la cabeza.
―Parece que lo perdieron, eh. Pero no importa ―dijo―, que les parece si hacemos algo.
Los dos voladores levantaron sus piquitos y lo miraron con atención. Escribió una nota para enviarla a Colibrí. De seguro ella lo quería ver y él también quería lo mismo.
Enrolló la nota y la ató a la pata de Remso. Luego miró partir a los dos tortolos desde su gran ventana, con marcos de madera y cristales diáfanos. Ambos se perdieron en lo espeso de los árboles. Carlo jamás hubiera imaginado que las pequeñas aves iban rumbo a palacio.
De repente sintió una nostalgia terrible al imaginar que debía olvidar a la joven que tanto amaba.
―No, Colibrí, nadie me apartará de ti. Amo a mi madre, sin embargo, te amo más a ti. Haré lo que me piden, pero una vez que conozca a esa princesa, haré lo que sea para que ella me odie y bajo ninguna circunstancia acepte casarse conmigo; o bien, también puedo llegar a un arreglo con ella. Proponerle un trato o convencerla de que ese matrimonio no funcionará ―dijo mirándose en el reflejo de sus grandes ventanales―. Debo darme prisa. El mensaje que le mandé a Colibrí le llegará pronto y no quiero que espere mucho como antes ―finalizó y entró a la recámara.
Tomaría un baño para asistir aseado a la cita que le había propuesto a su amada.
En el cuarto de baño había un espejo enorme; Carlo se desvistió y antes de entrar a la tina, miró su reflejo en el espejo. Su cabello castaño estaba, sus ojos le devolvían la mirada profunda. Tenía unos ojos cautivadores que miraban de manera salvaje y fuerte, una mirada era difícil de soportar. La única persona que se había atrevido a desafiarlo con la mirada era Colibrí y una vez él lloro porque ella tampoco bajaba la mirada.
Después de verse en el espejo entró a la tina y se enjabonó el cuerpo por completo. Luego se talló con un estropajo y se echó champú en la cabeza. Después de ducharse se vistió. Primero se puso sus atuendos sencillos debajo y encima los ropajes de príncipe. Cuando se encontraba con Colibrí tenía que quitarse la ropa que traía arriba, pues quería lucir sencillo para ella. Él también la conoció sencilla, humilde, usando ropillas baratas y eso es lo que amaba de ella. Que era una muchacha sencilla y de corazón noble. Su vestimenta básica eso le indicaba.
Carlo ya se había hecho a la idea de que conocería a la princesa al día siguiente. Imaginaba a una persona repugnante, presumida, interesada y prepotente; sin olvidar que imaginaba que era gorda y fea. Pero el destino le tenía preparada una sorpresa.
Pero eso ocurriría al día siguiente. Por el momento se vistió por completo para ir a ver a la chica en la que pensaba día y noche, la cual lo hacía volverse loco de sueños y anhelos. También le daba fuerzas para sentir que era el hombre mas afortunado del mundo. Sin embargo, su madre estaba enferma. ¿Cómo poder negarle algo en ese estado? No lo haría. Tenía que buscar otra forma de hacer que su madre entendiera lo que él quería.
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romance y misterio, secretos y aventura, gemelas princesa y plebeya
Editado: 13.06.2020