A pesar de todo no le había agradado la idea de ver a César y Karla juntos. No imaginó lo que sucedió después, pero le disgustaba saber que se llevaban tan bien. Era egoísta y no le gustaba compartir lo que consideraba suyo. César era solo su amigo, pero ella lo consideraba de su propiedad y no estaba dispuesta a compartir sus cosas con nadie. Sucedía lo mismo con el comandante Márquez, con el príncipe Carlo y hasta con Erick. También era posesiva.
Ahora lo que la tenía pensativa era lo que le preguntaría a Grettel, quien le debía muchas explicaciones. Eran preguntas que se formaba desde que Jan le dijo que era idéntica a la princesa. Solo Grettel podía explicarle lo que había sucedido. Eso iba a ser pronto, pues a la mañana siguiente iría a buscarla a la mansión Villaseñor. Pero no tuvo que esperar tanto.
Los cascos del caballo repiqueteaban sobre el camino empedrado y Zuleica miró luces en su casa. Debía ser su madre.
Se apeó del cuadrúpedo, abrió el barandal herrumbroso y luego la puerta principal. Metió al caballo por la sala, lo llevó al patio y lo amarró al viejo tronco seco del antiguo castaño. Entró en la casa y fue directo al cuarto de Grettel. La encontró haciendo una pequeña maleta.
―Hola, madre ―dijo Zuleica desde la puerta.
Úrsula la miró y no le dio mucha importancia.
―Hola, Zuleica ―contestó apática.
―¿Por qué estás preparando esas maletas?
La mujer se detuvo y volteó hacia su hija, pero no respondió, sino que abrió el cajón de una cómoda vieja y extrajo unos calzones rojos, los hizo una bola y lo metió a la maleta.
―Mamá, te estoy hablando. ¿Qué significan esas maletas? ¿A dónde vas?
―Mira, Zuleica, lo que yo haga o deje de hacer ―decía molesta la madre― es algo que no te importa, así que sal de mi recámara y déjame sola.
―A ver, Grettel ―dijo la chica con determinación y ojos de pantera―; antes de irme tengo algunas preguntas que hacerte.
Úrsula miró en los ojos de Zuleica la mirada de su hermana Christie y recordó que por culpa de ella había sido siempre tan infeliz y desdichada en la vida. Le atribuía incluso lo que le estaba pasando en ese momento, la culpaba de que la hubieran echado como un perro de la mansión Villaseñor. Y ahí la tenía, en frente, la imagen viva y completa de la bellísima Christie de los Monteros, pero ahora se hacía llamar Zuleica Montenegro. Úrsula ya estaba molesta y aquella escenita le comenzaba a fastidiar.
―¿Qué quieres? ―preguntó ceñuda.
―Necesito que me respondas lo que te voy a preguntar.
―Habla ya, que tengo mucho sueño ―apremió.
―No entiendo cómo es que tienes sueño si estás preparando una maleta para ir a no sé dónde. Y debe ser un lugar secreto porque no me has dicho nada.
―¿Me vas a preguntar o no? ―Zuleica no había odiado tanto a esa mujer como en ese momento. La trataba groseramente, así que ella también haría lo mismo. Habló sin preámbulos.
―¿Quién es Albert Madrid?
Los ojos de Úrsula se desorbitaron. Aquel nombre revolvió escombros del pasado. Sintió algo parecido a lo que pasó cuando el virrey le dijo el nombre de Albert. Pero fue un sentimientos opuesto.
―¿Albert Madrid? ―repitió Úrsula en el mismo tono, pero de audición menor, como un eco en la soledad―. ¿Por qué me preguntas quién es? ¿Cómo sabes de él?
Úrsula había pasado por alto que Zuleica pudiera conocer el nombre del rey. Sin embargo, ¿de dónde lo conocía? ¿Y por qué deseaba saberlo?
―No me respondas con preguntas, mamá. Dime quién es y listo.
―Necesito saber…
―No necesitas saber nada. ¡Dime!
La hija de su odiada hermana le estaba gritando.
―No tengo por qué decirte nada ―respondió tajante Úrsula.
La joven comenzaba a desesperarse, sentía que tenía derecho a saberlo. Optó por otra estratagema.
―Entonces, si no me dirás quién es Albert Madrid, necesito que me digas quién es... ―la chica se esforzó por recordar el nombre―… de los Monteros… ―Úrsula miró con avidez a la réplica de su hermana, al parecer había estado investigando cosas―, sí, eso es… Christie de los Monteros, ¿quién es ella?
Una losa de piedras parecía derrumbarse sobre la tía criminal, sobre la hermana maldita, la hija despiadada y la esposa asesina. Sentía que el mundo entero la aplastaba al escuchar el nombre de su hermana pronunciado por su propia hija. No podía creer que esa información ya hubiera llegado a Zuleica. La conocía, era una chica de armas tomar y si seguía investigando como al parecer lo había estado haciendo, no tardaría en descubrir cosas que no debía saber.
―¡¿Qué pasa?! ¡¿Por qué no me respondes nada, Grettel?! ―espetó impaciente la plebeya, casi escupiéndola al ver que se quedaba impávida, sin mover ni los ojos ni la boca―. ¡Vamos! ¡Contesta! ―le dijo, tomándola de los hombros y bulléndola de manera impaciente.
―¡Suéltame! ―gritó la madre, zafándose del brazo de la chica―. No tengo por qué decirte absolutamente nada. Así que déjame en paz ―gritó.
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Editado: 30.08.2020