Cuando Lug despertó, se encontró con un fenomenal dolor de cabeza, yaciendo en una mullida cama limpia, y arropado cuidadosamente con suaves mantas. Abrió los ojos lentamente, sabiendo que la luz iba a aumentar el dolor de cabeza provocado por la cloralina que le habían aplicado para sedarlo. ¡Maldito Humberto y sus sucios y traicioneros trucos!
Al enfocar la vista, reconoció de inmediato el lugar en donde estaba:
—Oh, no, no, no otra vez— gruñó al ver las paredes de madera roja.
Se incorporó en la cama, apartó las mantas de un manotazo y vio el grillete en su tobillo. Soltando una sarta de maldiciones, se puso de pie, se tambaleó un momento, se volvió a sentar en la cama y se agarró la cabeza, gruñendo. Profirió un largo alarido de rabia y trató de ponerse de pie nuevamente. Esta vez, logró sostenerse sin marearse. Miró en derredor y vio la mesa roja con la silla de la misma madera. Sobre la mesa, había elementos de aseo y también una jarra, un vaso y un plato. Vio cereales, pan y queso como para prepararse el desayuno, pero no tenía hambre, todo lo que tenía era una furia incontenible que le hacía hervir la sangre.
—¡Humberto!— gritó a la puerta cerrada, caminando descalzo por el piso de madera roja hacia la mitad de la habitación que no estaba recubierta en balmoral. La cadena que ataba su tobillo se tensó a tres metros del piso de mármol, como era de esperarse.
Ya había pasado por este cautiverio civilizado con Humberto antes, en esta mismísima habitación, pero esta vez no iba a tolerarlo. Humberto ya no tenía fomores que pudieran darle una paliza para mantenerlo sosegado del lado correcto de la habitación.
—¡Humberto!— volvió a gritar—. ¡Ven aquí, maldito!
En un arranque de ira, fue hasta la mesa y barrió con todo lo que allí había, volcando el agua de la jofaina que se hizo pedazos en el suelo, desperdigando el cereal y el pan por toda la habitación, rompiendo el vaso con furia e hiriéndose la mano accidentalmente con los vidrios. Maldiciendo, recuperó del piso la toalla que había estado junto a la jofaina y la presionó contra el corte en su mano para parar la sangre.
En ese momento, Lug escuchó la puerta que se abría y comenzó a gritar insultos, pensando que era Humberto que venía a burlarse de que Lug hubiera caído en la misma trampa por segunda vez. Detuvo sus gritos en seco al ver que la que entraba era Dana. Traía una taza de té humeante en las manos.
—¿Qué haces aquí?— le preguntó su esposo.
Ella no le contestó. Observó el tiradero en la habitación y frunció el ceño en desaprobación. Luego vio la toalla ensangrentada que Lug sostenía, envolviendo su mano.
—Iré por Rory para que te atienda eso— dijo.
—Estoy bien, no es nada— dijo él.
—Como quieras— respondió ella.
Dana avanzó por el piso de madera y se sentó en la cama.
—Ven— lo invitó a él, palmeando el colchón junto a ella para indicarle que se sentara. Él aceptó y lo hizo—. Humberto dice que esto te ayudará con el dolor de cabeza— le pasó la taza de té. Él la cogió y comenzó a tomar la infusión lentamente.
—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente esta vez?— preguntó Lug.
—Unas doce horas.
—¿Cómo llegaste hasta aquí en doce horas? ¿Te trajo Llewelyn?
—Alaris.
—Alaris, claro— repitió él, tomando otro sorbo de té—. Te envió a convencerme de que olvide todo el asunto de la profecía, supongo.
—¿Recuerdas cuando nos conocimos, Lug?— le preguntó ella, ignorando el comentario de él.
—¡Cómo olvidarlo!— suspiró él.
—Estabas en un pozo lodoso, herido y con unas opciones de vida muy autodestructivas, ¿lo recuerdas?
—Sí— bajó la vista él, con el rostro ensombrecido.
—Te miro ahora y te veo otra vez en un pozo de lodo, otra vez herido, otra vez en un camino destructivo, no solo para ti sino también para tu familia— le habló ella suavemente.
Lug no contestó.
—Si me lo permites, puedo sacarte de ese pozo, tal como lo hice aquella vez. A eso he venido.
Lug se mantuvo en silencio.
—¿Recuerdas cómo le afectaron a Marga sus profecías? ¿Recuerdas cómo le arruinaron la vida y la convirtieron en un ser despreciable?
—Supongo que Llewelyn tenía razón, me he convertido en un monstruo— murmuró él, compungido.
—No, todavía no. Estás al borde del abismo, pero si tomas mi mano, yo puedo tirarte hacia atrás.
—Oh, Dana… ¿Qué he hecho?— sollozó él, apoyando su cabeza en el regazo de ella. Ella tomó la taza de sus manos temblorosas y la apoyó en el piso. Luego le acarició el cabello por un largo rato, confortándolo en silencio.
La puerta de la habitación se abrió otra vez. Lug levantó la vista y vio a una niña rubia que corría hacia él.
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Editado: 12.10.2019