El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

SEXTA PARTE: Lug - CAPÍTULO 61

Habían pasado quince días desde la despedida de Lyanna, y Augusto estaba bastante deprimido. Aquella mañana, Llewelyn lo invitó a pasear por los jardines para levantarle el ánimo. Se sentaron en un banco cerca de una fuente de agua, y Llewelyn le habló de cosas triviales para alejar los pensamientos de su amigo del tema de Lyanna.

—¡Hey! ¡Gus! ¡Gus!— escucharon los gritos de alguien que venía corriendo desde el palacio. Era Rory.

—¡Rory! ¿Qué pasa?— inquirió Augusto cuando su jadeante amigo llegó hasta él.

—Mensaje urgente de Walter— comunicó Rory, tratando de recuperar el resuello—. Debes volver a tu mundo.

—¿Qué? ¿Qué pasó?

—No lo sé. Humberto ya está en la cúpula esperándote. Alaris pensó que Llewelyn tal vez podría llevarte.

—¿Llew?— se volvió Augusto hacia su amigo.

—Claro, prepara tus cosas y…— comenzó Llewelyn.

—Solo iré por mi espada, no quiero demorarme— dijo Augusto.

—Está bien, te acompañaré hasta tu cuarto. Podemos partir desde ahí— asintió Llewelyn.

—Gracias, Llew.

Los dos corrieron hasta la habitación. Augusto manoteó su espada y se la colocó.

—Estoy listo— dijo.

 —Toma mi mano— le dijo Llewelyn.

Su amigo lo hizo y los dos desaparecieron al instante. Reaparecieron en las cercanías de la cúpula. Humberto salió a recibirlos:

—Eso fue rápido— comentó Humberto al verlos llegar.

—¿Sabes exactamente de qué se trata la emergencia?— le preguntó Augusto, sosteniendo su estómago con una mano para calmarlo. No estaba seguro si las náuseas que sentía eran debidas a la teletransportación o al estado de ansiedad en que se encontraba. Seguramente eran causadas por ambas circunstancias.

—No, el mensaje era muy escueto, Walter no es un gran escritor de cartas, ya lo sabes. Pero estimo que debe ser importante.

Augusto asintió su acuerdo.

—¿Quieres que te acompañe?— se ofreció Llewelyn.

—No, te lo agradezco. Quiero evaluar primero la situación.

—Prométeme que enviarás un mensaje para pedir ayuda si ves que las cosas están mal.

—Lo prometo, hermano— le estrechó la mano Augusto.

Llewelyn lo abrazó:

—Buena suerte, Gus.

—Gracias— contestó el otro, llevándose instintivamente la mano al pecho, donde descansaba la bolsita con el mechón de pelo de Lyanna.

Humberto le entregó a Augusto el cristal para entrar en la cúpula. Augusto se lo colgó del cuello.

—Toma estos también— le dijo Humberto dándole otros dos cristales—, por si necesitas traerlos hasta acá de apuro.

—Gracias, Humberto— le respondió Augusto, guardando los cristales en su bolsillo.

Augusto exhaló un largo y entrecortado suspiro.

—Todo va a estar bien, Gus— trató de animarlo Llewelyn.

Augusto no contestó. Hizo un gesto de saludo con la mano y se dirigió a la cúpula. Penetró en la nebulosa de energía, conteniendo innecesariamente la respiración, como siempre lo hacía. Sintió cómo el pelo de todo su cuerpo se erizaba con la vibrante energía. Soltó el aire contenido en sus pulmones y avanzó lentamente hacia el centro de la cúpula, donde estaba el enorme cristal generador que sostenía toda aquella magnífica estructura de energía pura. A su lado, estaba el cofre hecho de obsidiana que Govannon había ideado para trasladar pequeños objetos de un mundo a otro. Este era el sistema que usaban para enviar mensajes desde y hacia el otro mundo. El cristal central comenzó a pulsar como si estuviera vivo, sincronizando su latir con el del corazón de Augusto, sintonizando el cristal que colgaba de su pecho. El muchacho cerró los ojos cuando la luminosidad se hizo insoportable, su mente, atormentada con mil preocupantes pensamientos.

En menos de cinco minutos, escuchó el golpe de la puerta de la otra cúpula al abrirse, la cúpula que estaba en el bosque de Walter. Abrió los ojos y salió con paso decidido, avanzando unos metros entre los árboles. Allí estaba parado Walter, esperándolo. A Augusto se le hizo un nudo en el estómago al ver el rostro grave de su amigo.

—Augusto, siento haberte hecho venir, pero no sabía que más hacer— se acercó Walter a recibirlo con un abrazo.

—Hiciste bien. Solo dime qué pasó— lo urgió Augusto.

—Tus padres han desaparecido.

—¡¿Qué?!—. Augusto sintió que el corazón se le aceleraba.

—Ya sabes cómo es Juliana, siempre viene a visitarme, a controlar que esté bien, a traerme víveres. Y sobre todo, a ver si no hay mensajes tuyos. Nunca pasa más de una semana sin que venga. Así que cuando pasaron quince días sin que apareciera por aquí, me preocupé. Fui a la ciudad, hasta su casa. La puerta del frente estaba sin llave, adentro, todo estaba revuelto y no había señales de ellos.




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