Cuando Walter abrió la puerta de la cabaña, Augusto vio a Lug y a Dana en el interior.
—¡Gracias! ¡Gracias!— se largó a llorar Augusto—. Gracias por haber acudido a mi llamado. Pensé que tal vez no vendrían.
Dana lo abrazó:
—Tranquilo, estamos a tu disposición— le dijo.
—Por supuesto que vinimos, haremos lo necesario para ayudarte— le dijo Lug.
Augusto se secó las lágrimas y se calmó. Walter le ofreció una silla, que él aceptó de buen grado.
—Cuéntanos— lo animó Dana.
—La situación es muy grave. Secuestraron a mamá y papá está en coma en el hospital por una herida de bala. Los médicos no tienen más nada que hacer. Yo no sabía a quién más acudir… no sé qué hacer… no sé quiénes tienen a mamá… no sé por dónde seguir con esto…— balbuceó Augusto, desesperado.
Lug se puso de pie de inmediato:
—¿Viniste en coche?— le preguntó a Augusto.
—Sí— asintió Augusto.
—Bien, iremos primero al hospital, veremos a Luigi y luego a la escena del crimen— propuso.
Augusto asintió, un poco más calmado ahora. Lug se sacó la capa plateada y la espada, y se las entregó a Walter.
—Cuídalas— le dijo.
—Claro, por supuesto— respondió Walter.
—¿Es prudente ir desarmados?— preguntó Dana.
—Es suicida intentar combatir armas de fuego con espadas— le dijo Lug.
—¿Armas de fuego?
—Son como los transmets, pero en vez de luz, lanzan proyectiles de plomo. Lo hacen con la suficiente velocidad y fuerza como para penetrar el cuerpo de lado a lado. Algunas ametralladoras pueden disparar seiscientas balas por minuto a una distancia efectiva de doscientos metros— explicó Lug.
—Ya veo— suspiró Dana, sacando el puñal de su bota para entregarlo a Walter.
—No— la detuvo Lug—. La espada es demasiado conspicua y pueden detenerme por portarla, pero ese puñal puede pasar desapercibido en tu bota. Consérvalo.
Dana lo volvió a enfundar.
—Tal vez sería bueno conseguirnos algunas de esas ametralladoras de las que hablas— sugirió Dana.
—No es tan fácil— dijo Lug—. Solo el ejército, la policía y los criminales las portan, y no somos ni tenemos influencia sobre ninguno de ellos, me temo.
—Llegado el caso, tal vez Allemandi pueda conseguirnos algo— dijo Augusto.
—Trataremos de manejar esto sin que se vuelva una guerra— respondió Lug.
—Lo que digas— concedió Dana—. Tú conoces cómo se manejan las cosas aquí, pero a mi ver, esto ya es una guerra.
—Vamos— dijo Lug.
—Los acompaño— se ofreció Walter.
—No— lo frenó Lug—, es mejor que te quedes aquí. Necesito que vigiles el portal.
—De acuerdo— accedió Walter a regañadientes.
Los tres salieron de la cabaña y se internaron en el bosque.
—Buena suerte— les deseó Walter desde la puerta.
Caminaron más de medio kilómetro hasta llegar al estrecho camino vecinal donde estaba estacionado el coche. Dana lo observó con gran interés.
—Es un vehículo de transporte— le explicó Lug.
—Lo deduje por las ruedas— asintió ella—. Parece muy…
—¿Extraño?— sugirió Lug.
—Confortable— respondió ella.
Augusto destrabó las puertas y los invitó a subir con un gesto de la mano.
—Iré atrás con Dana, si no te molesta— le dijo Lug—. Este es su primer viaje en automóvil.
—Claro— asintió Augusto, tomando su posición en el asiento del conductor.
—Adelante— invitó Lug a Dana, abriendo una de las puertas traseras del coche.
Ella se introdujo al automóvil con una sonrisa:
—Esto parece digno de una reina— comentó.
—Entonces está hecho justo para ti— sonrió él, sentándose a su lado—. Déjame colocarte esto— se inclinó para ponerle el cinturón de seguridad.
—¿Vas a atar a tu reina al asiento? ¿No es un poco atrevido?— bromeó ella.
—No querrás volar a través del vidrio si el vehículo colisiona a más de cien kilómetros por hora.
—No me tomes el pelo, Lug— entrecerró ella los ojos, descreída.
—No lo hago— le respondió él, serio.
Ella vaciló un momento, pero dejó que él le colocara el cinturón. Luego vio que él y Augusto también hacían lo propio y se convenció de que Lug no estaba bromeando.
Augusto encendió el motor y se pusieron en marcha.
—Llewelyn quería venir a toda costa cuando leyó tu carta— le dijo Lug a Augusto desde atrás—. Te aprecia mucho.
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Editado: 12.10.2019