Liam avanzó hacia el altar, caminando como en un sueño, como si estuviera en una de sus frecuentes pesadillas. La diferencia con sus pesadillas era que no sentía ninguna emoción al respecto. Sabía lo que iba a hacer, sabía cuál era su función, sabía hasta dónde cortar y con qué profundidad. Había sido entrenado en la forma en que debía desprender la piel, desgarrándola sin romper el símbolo. Todo eso lo había asqueado antes, pero ahora, no sentía nada, despellejar vivo a un hombre le parecía tan inocuo como hacerse una taza de café. Abrirle el pecho y sacarle el corazón era tan trivial, automático y rutinario como fumarse un cigarrillo.
Ni siquiera reconoció a Lug sobre el altar. Para él no era ni siquiera un hombre, no era nadie, no era nada. Si alguna vez había creado un lazo emocional con él, debió haber sido en otro universo, en otra vida, porque ahora, ese lazo no era más que un vacío negro, olvidado como si nunca hubiese existido.
En tres pasos más estuvo junto al altar. Observó desapasionadamente a su víctima, inmóvil, preparada para ser inmolada, aceptando el papel que debía jugar en este juego macabro. No pudo ver que aquel hombre estaba hirviendo por dentro, peleando internamente contra su martirio forzado aunque su cuerpo no mostrara signos de esa lucha feroz.
Liam acarició el símbolo en la espalda de Lug con su mano, el símbolo con el que pronto sería marcado él, el símbolo que lo convertiría en el servidor incondicional de Meldek. Todo esto le parecía bueno y correcto.
—It´s time— escuchó la voz del Maestre desde atrás.
Asintió levemente con la cabeza. Sí, era hora, hora de cumplir con su deber. Desenvainó la daga. Los cánticos de los nueve se hicieron más fuertes en sus oídos, aumentando la niebla que adormilaba su mente.
Cuando levantó la daga para por fin cumplir con su cometido, sintió que alguien le tocaba la nuca. Solo un toque suave, solo un dedo apoyado brevemente en el comienzo del nacimiento de su cabello, y eso lo cambió todo. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, como si le hubieran echado un balde de agua helada. Y entonces, despertó.
Liam reconoció a Lug, su cuerpo ensangrentado boca abajo sobre el altar, vio los imperceptibles espasmos de sus manos, luchando contra la parálisis, vio sus ojos clavados en él con un horror congelado. Sintió la daga apretada en su mano derecha. Miró hacia atrás y vio a los nueve, vio las antorchas, los árboles del bosque, las paredes derruidas de las ruinas, y entendió con total y absoluta brutal claridad dónde estaba y qué era lo que había estado por hacer. Las emociones regresaron a él, golpeándolo tan salvajemente que estuvo a punto de desplomarse. Se sostuvo el estómago con la mano izquierda, tratando de calmar las incontenibles náuseas. Respiró hondo varias veces para darse tiempo, para pensar. Debía detener esto, y debía hacerlo ya. Pero, ¿cómo?
Y en su estado de total claridad mental, la solución vino a él, obvia, indudable, cristalina y límpida: la única forma de detener el ritual era quitar de la ecuación a uno de sus elementos, y el único elemento que estaba en sus manos quitar era él mismo. Entonces, volvió la daga hacia sí mismo y la apoyó sobre su pecho, a la altura del corazón…
Una mano le agarró la muñeca, deteniéndolo:
—No necesitas hacer eso— escuchó una voz.
Lo invadió una sensación cálida, reconfortante en el lugar donde la mano lo estaba tocando. Algo en su mente le dijo que ya había sentido eso antes, pero no sabía cuándo o dónde.
—Créeme, si lo necesito— dijo él. Su decisión estaba tomada, sus problemas terminarían aquí y ahora. Lo único que le preocupaba era que había demasiados…
—Hay demasiados testigos, de seguro te rescatarán— le dijo la voz.
—¿Cómo…? ¿Acaso lees las mentes?— preguntó Liam, desconcertado.
—A veces— respondió la voz.
Liam tenía la fuerte sensación de que ya había tenido esta exacta conversación antes. Por primera vez, se giró para ver de quién era la mano que sostenía su muñeca. Vio a un anciano de baja estatura, ojos rasgados y larga barba blanca. Llevaba puesta una larga túnica amarilla con bordes negros en las mangas.
—¿Quién eres?— le preguntó Liam.
—Nunca antes me preguntaste eso— dijo el anciano—. Haremos las presentaciones más tarde.
El anciano se acercó a Lug y le apoyó un dedo en la frente. Lug sintió que recuperaba el control de su cuerpo.
—No te muevas, papá, no dejes que sepan que te he liberado de la parálisis— escuchó Lug en su mente.
—¿Lyanna? ¿Eres tú?— contestó él también de forma mental—. ¿Qué haces aquí?
—¿Qué parece que estoy haciendo? Vine a rescatarte— le sonrió el anciano, guiñándole un ojo.
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Editado: 12.10.2019