Observé el cielo por unos minutos. La lluvia se intensificaba cada vez más.
— Nunca lo volverán a ver —repetía y repetía—. Que tal y si les hago una visita.
Y así, continué mi camino, pero no a mi casa sino a la de mi padre. En el camino me encontré con otra denuncia de alguien extraviado, esta vez era la de Liz. Ya la habían reportado de desaparecida. Hice lo mismo: lo arranqué y despedacé. Caminé un largo tramo y llegué a la pintoresca casona de la vez pasada.
Algunas ventanas estaban abiertas y con las luces encendidas. En una se asomaba Julieta cepillando su largo cabello y viendo la nada. Podía sentir aquella mirada acusadora encima como cuando me dio aquella grata sorpresa.
Me escondí para evitar que me descubriera. Sabía que no haría mucho escándalo si me veía pero tomé mis precauciones. Entonces Julieta se aburrió y entró a su cuarto cerrando la ventana.
— Eso estuvo cerca —dije en voz baja.
Me dirigí al portón que daba al interior de la casa. Acerqué mi mano al timbre pero empecé temblar, que tal y quien me abría la puerta era esta Eugenia. Si lo era me iba a amenazar con que llamará a la policía o x cosa. La retiré.
Miré a la oscura calle. Un carro iba pasando y cuando lo hizo la cochera se abrió. El auto se fue en reversa y se metió. Era una camioneta negra. Las luces se apagaron y de esta bajó un hombre de cabello castaño con un saco café, un portafolio y un paraguas que naturalmente abrió para cubrirse. El hombre con un pequeño control que tenían las llaves del auto cerró la cochera. Caminó hacia mí y al verme dijo con indiferencia:
— Ah, eres la chica de la vez pasada.
— Sí —fue lo que pude decir ya que mi propio padre se negaba a reconocerme.
— Contigo quería hablar, pero Eugenia se interpuso y pues ya no pude —dijo poniendo su portafolio en el suelo y sacando la llave para abrir el portón—. Por qué no entras, hace frío aquí afuera además de que está lloviendo y vas a pescar un resfriado.
— Por supuesto.
Mi padre abrió el portón, tomó su portafolio y espero a que yo entrara primero cosa que si hice. Crucé el caminito de piedras hacia la otra puerta que daba a la planta baja. Mi padre me alcanzó y también abrió esta.
Entré y pude contemplar la casa por dentro: tenía unas escaleras de caracol, un vestíbulo con un candelabro y varios muebles decorativos, dos entradas (derecha e izquierda) que daban al comedor y la sala, un piso de colores claros y pinturas colgadas en las paredes. Parecía sacada de un cuento de hadas.
— Ven. Toma asiento —me llamó desde la sala.
Avancé y la sala era igual de fantástica que el vestíbulo: sillones de cuero color chocolate, una mesita de noche más bonita que la mía con un florero, un plato hondo con caramelos y un molde para apagar cigarros. Era un lugar realmente fantástico.
Mi padre me sacó de mis pensamientos cuando señaló uno de los sillones para que me sentara. Me senté y creo que mojé el sillón porque estaba toda empapada. Temblaba de frío así que se quitó su saco y me cubrió con este.
— Pobrecita. Has de haber estado mucho tiempo bajo la lluvia pero no te preocupes, sé que te hará entrar en calor. Una buena taza de café, ¿Te gusta? —asentí.
Suspiró y dando media vuelta caminó a la cocina. Por mientras él estaba lejos me acomodé en el sillón y me arropé bien con el saco. Esto era lo que había querido desde siempre: volver a estar con mi padre sin peleas ni discusiones.
Entrecerré los ojos y me percaté de que traía conmigo el violín. Hice a un lado el saco y tomé el maletín. Lo saqué y me lo coloqué. No se mojó para alivio mío. Pensé en una canción que trajera buena vibra y tranquilidad a este espacio, y esa fue “El Himno a la Alegría”. La interpreté.
Por ahora tenía un momento de relajación y paz.
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Editado: 10.11.2021