La vida en Oren no era como se esperaba, era un pequeño pueblo que tenía de frontera un enorme bosque del que solo emanaban leyendas, no se sabía con certeza que había en sus profundidades, nadie era tan valiente para cruzarlo. Las personas desaparecían constantemente por lo cual se debía respetar el toque de queda, tarea muy difícil para Astrid, ella era la sobrina de Madeleine, aunque no la trataba precisamente con amor, su prima Adela era una pobre joven lisiada a la que Astrid cuidaba todo el día por lo que en las noches escapaba al pueblo.
La rutina en la vida de Astrid no era el mayor de sus problemas, el compromiso lo era. El pueblo utilizaba el matrimonio para que dos personas escaparan mutuamente de la pobreza, situación en la que había caído la aldea últimamente y más con la temporada de invierno que había azotado a Oren como nunca antes y siendo la chica más bella del pueblo muchos habían pedido su mano y ella rechazaba a uno por uno, de las formas más gentiles posibles o menos en ciertos casos. Ganando cada vez más el desdén de su tía.
—Astrid, Adela espera para su baño. No hagas esperar a mi hija. - dijo su tía mientras preparaba la cena.
—Voy enseguida.
—Y... Astrid debemos hablar de algo cuando termines y no quiero excusas.
—Está bien, tía.
La joven se fue a cumplir su misión, cuando terminó de bañarla le colocó su camisón y comenzó a cepillar el largo cabello negruzco de Adela. Ella era una muchacha muy linda de bellos ojos azules y rasgos distinguidos, pero con un carácter fuerte y demasiado obstinada para su corta edad.
—Hazlo más suave, no soy una muñeca, me dejarás calva. - la reprendió su prima.
— Lo estoy haciendo suave. - espetó Astrid.
—Si, como un gorila sacando los piojos de su cría.
— Hilarante. - dijo Astrid sarcásticamente. - Creó que es hora de dormir.
Astrid dejó el cepillo en el tocador, acomodó a Adela en su cama, buscó su comida y le dejó la bandeja en la mesita de noche para luego dirigirse a la pequeña y rústica sala de su hogar; solo tenían dos muebles de madera e instrumentaría de sastre, labor a la que Madeleine se dedicó después de la muerte de su esposo. Su tía estaba sentada en un sillón y Astrid se sentó al frente.
—Quiero hablar contigo, porque no soporto tu comportamiento, tienes buenas propuestas, que diablos esperas a ser vieja y que no le intereses a nadie. Si quisieras casarte con ese muchacho, el granjero, lo aceptaría, pero debes ser inteligente.
—Tía no quiero casarme y no me hagas reír, Philip es mi mejor amigo. Nada más, puedo trabajar en el pueblo y traer dinero. Pero entiende que no me casaré.
— Eres una enorme idiota, estas arruinando tu vida, la belleza no es eterna Astrid recuérdalo cuando nadie se fije en ti. - dijo ella con repulsión enfatizando las últimas palabras
—Tal vez... pero soy una idiota feliz; aprenderé a vivir más allá de mi físico. - salió de la habitación antes de que su tía pudiera decir alguna palabra.
Subió a su recámara que quedaba en el ático, su tía y su prima tenían las dos únicas habitaciones en la casa, contaba con una pequeña cama y una mesita donde tenía su flauta, Astrid tenía muy buenas cualidades para la música, pero su único instrumento era esa pequeña flauta dulce. Varias noches esperaba como en ese momento; a que sonara la campana que indicaba que nadie podía salir de su hogar, tomaba una cuerda que estaba atada a una pata de su cama y la arrojaba por la ventana del ático, solo le quedaba bajar.
Esa noche era la celebración de solsticio de invierno, el pueblo ignoraba las indicaciones de los monarcas, ellos no se preocupaban realmente por Oren, pero si cobraban impuestos y daban ordenes desde la capital de Venela. Astrid estaba bajando con mucho cuidado por las paredes de su pequeña casa, ya había pasado un buen tiempo cómo para que en el interior estuvieran durmiendo.
Se dirigió a la fuente de la plaza dónde ella y su mejor amigo Philip se encontraban, ellos se habían conocido un día de frío invierno cuando Astrid tenía cinco y él siete, en ese momento era una niña que estaba caminando cerca del lago, el agua aún no se había cristalizado y se le cayó una manzana de su canasta. Al intentar recogerla ella también cayó y Philip la salvó, desde entonces eran inseparables.
Astrid estaba ansiosa por la celebración, la hoguera y la danza alrededor. Ese pequeño pueblo era fuerte, no les importaban las oscuras leyendas y mitos que guardaba el bosque y si esa noche las brujas o las hadas decidían llevárselos por lo menos pasarían un rato ameno.
—Llegaste. - anunció Astrid
— Si, he traído a Felicia. - La yegua relinchó en respuesta.
Philip le había regalado esa hermosa yegua cuando Astrid había cumplido diez años, era preciosa, negra como el ébano con una mancha blanca en su cara, tenía abundante cabello blanco rizado y una cola pomposa al igual que sus patas. La yegua adoraba a Astrid, aunque pasaba mayor tiempo con Philip; al ver a la muchacha se volvía loca.
—Hola, preciosa. - se acercó a acariciarla y luego procedió a montarla.
—Vamos a la entrada del bosque. - le ordenó ella a Philip y los dos amigos se dirigieron cabalgando a la celebración.