Astrid estaba recluida en su habitación y furiosa, todos hacían algo importante y ella se sentía inútil, acurrucada en el piso con la espalda recostada en los pies de la cama, notó la bolsa con las pertenencias que trajo desde Oren, se acercó y las tomó, parecía una eternidad de tiempo desde la noche de su escape, ese recuerdo llegó a su mente con la mirada de Adela, cuando pensó que iba a delatarla, pero la dejó irse.
Extrañaba a su prima y solo podía desearle una vida feliz, aunque pareciera extraño quería volver a verla casi tanto como a Philip, empujó esos pensamientos lejos, de nada le servía ser inútil y estar triste, sacó su flauta del zurrón y sonrió al ver el insignificante instrumento, uno de los pocos lujos que se había permitido en su vida, también encontró el libro de leyendas de Oren. Había olvidado que lo tenía, era irónico como descubrió que las leyendas eran ciertas, el texto ya no podría serle de mucha ayuda, sin embargo, se acercó a la ventana para echarle un ojo.
Apenas Astrid abrió el libro notó que hace mucho tiempo lo tuvo entre en sus manos, hace cien años para ser precisa, cuando Herón se enamoró de ella. En aquel momento no sabía leer, pero las leyendas del bosque le llamaban tanto la atención que él le enseñó a leer con ese mismo libro, se dirigió a las últimas páginas donde se encontraba su leyenda favorita.
La historia curiosamente era la misma que la ninfa Tanisha les contó, la historia de un rey humano que se enamoró de un hada y que su amor le llevó a la muerte, si en ese entonces hubiera sabido lo que sabía ahora, sin duda alguna no sería su historia favorita, pero de todas formas la volvió a leer porque sabía que decía después de la última página del relato.
Si fueras una criatura del bosque, estaría dispuesto a morir, si eso me garantiza haberte conocido. – Herón
Una lágrima rodó por su rostro, en aquel entonces el heredero de Venela no sabía que tan proféticas serían sus palabras y que el fúnebre crespón de la muerte había optado por llevársela a ella, sabía que su relación no podía funcionar, eran muy diferentes y el año que pasaron separados solo hizo que sus diferencias fueran más evidentes, ella ya no sentía lo mismo por él. Elevó una plegaria deseando que su antiguo amor hubiera tenido una vida llena de felicidad.
Se levantó de golpe, debía ponerse hacer algo, cualquier cosa o se volvería loca, empezó a caminar por el palacio sin tener un rumbo fijo, los centinelas la reverenciaban cuando se topaban con ella, se detuvo frente a una habitación custodiada por dos guardias, aún podía recordar lo que guardaban ahí. Hizo ademan en pasar, pero los guardias interpusieron sus lanzas.
— A nadie se le permite pasar Su Alteza. — se excusó uno de los guardias.
— Necesito entrar.
No sabía explicarlo con palabras, pero sentía una enorme necesidad de ver la corona de su corte, algo andaba mal y podía sentirlo.
— Su padre ha dado órdenes de que…
— Sé que no confían en mí. — los interrumpió. — Pero debo entrar. Lo que sucedió hacen cien años no fue mi culpa, que los humanos llegaran a la corte no fue mi culpa.
— Majestad, solo cumplimos órdenes. — intervino el otro guardia.
— Pero no confían en mí. — confirmó ella, mirándolos fijo a los ojos. — Mi muerte no bastó para ganarme su confianza, hice lo que creí mejor y ahora debo entrar.
La elfina se tamizó dentro de la habitación a pesar de la objeción de los guardias, ahí resguardada en una vitrina encantada estaba la corona de su corte, un símbolo de su poder, un objeto mágico por el que luchó para ser digna de usar y que nunca usó. La vitrina permitía disfrazar el poder de la corona, a ningún guardia se le permitía entrar, acercarse mucho era mortal. Cuando cada etérea culminó su creación forjaron las gemas, estas eran capaces de amplificar los poderes de sus portadores, los feéricos las utilizaron para fabricar coronas para sus reyes y reinas, una para cada corte.
No cualquiera podía usar la corona, debían ser dignos, de no serlo los resultados podían ser catastróficos, a los elfos de mentes poderosas los volvía locos, a las hadas les quitaba la capacidad de volar y sus alas se desintegraban, a las nereidas, sirenas, tritones y criaturas acuáticas les volvía sordos e incapaces de comunicarse unos con otros bajo el agua, a los trolls les eliminaban su poder de curación.
Para cada corte existía un castigo, pero esa no era la peor parte, lo peor es que al estar cerca de la corona cualquier habitante de tierras feéricas podía escuchar su llamado, un pequeño susurro que incitaba la idea de ataviarse con aquella joya; que de no ser el idóneo acabaría con la destrucción.
Astrid también podía escuchar el llamado de la gema plateada, pero en su caso no era un susurro sino un grito ensordecedor, estaba tan tentada a usarla, sus manos se acercaban peligrosamente al cristal que protegía la corona; hasta que notó la presencia de alguien o algo que la observaba desde las cúpulas de cristal que conformaban el techo de aquella habitación.
Con rapidez logró identificar esa presencia, ese oscuro ser que era una plateada, pero que tenía el corazón ennegrecido como el ónix; teñido por rivalidad, odio y orgullo, supo entonces cual era el plan de Myrtha, todo quedó revelado, iba por la corona, sin miramientos Astrid alertó a los guardias y centinelas, envió a su espíritu mensajero para avisarle a sus padres. A los pocos minutos la reina Kayra y Edhelf estaban en la habitación, se podía notar que ambas luchaban contra el susurro de la corona y Astrid se sentía abrumada por el escandalo que producía la corona en su mente.