Han pasado siete años desde la última vez que la forense Ana Mondragón visitó a Dalí en el hospital psiquiátrico. Fue a mediados de julio del año 2007, un miércoles en la mañana, cuando ella caminó por estos mismos parajes con un solo fin: la despedida.
Recuerda que había concluido el juicio. La defensa había conseguido que Dalí pudiera permanecer en el hospital hasta el último día de su vida. No iría a prisión, como se le auguraba. La decisión fue tomada dadas las circunstancias en las que se presentó el homicidio y los atenuantes del mismo. Ana sonreía, lo que menos hubiese querido en aquella época era verlo sufrir.
Pero el caso había pasado y con ello, el fervor investigativo y la tensión del juicio. Sentía que no había más conexiones fuera de ese estrecho espacio entre ambos, construido mediante la compañía de soledades; la rareza emotiva que convierte a dos extraños en amantes. Falencias de la niñez que encuentran eco en un abrazo nebuloso y en la fragilidad de los humanos que se sostuvieron en un instante de fortaleza.
Ahora no había motivos válidos o racionales para que ella continuara frecuentando la institución. Los fantasmas allí recluidos no eran seres humanos. No pensaban, ni sentían como el común. No valían el sacrificio de quedarse. Los cuerpos que habitaban su realidad se lo habían hecho sentir y ella tomó su decisión: lo abandonó. Pero Dalí confiaba en que años después Ana y él se reencontrarían por última vez…
Faltan pocas horas para que amanezca. Se acercan las dos de la madrugada del 28 de agosto del año 2014. Los ojos de Ana Mondragón siguen sin acostumbrarse a las tinieblas. Tantea con parsimonia el terreno y con dificultad llega al portón del hospital psiquiátrico. Su compañero, el inspector Damián Caballero, la deja rezagada, pero ella lo entiende. También le sucede, no quiere pasar tiempo a solas con él. Pero ahora le sería útil un brazo de apoyo para alcanzar los barrotes, cruzar la roca y el fango. Atravesar el arco metálico y llegar a un punto seco que la acerque más a su destino: el encuentro con Dalí, la tercera víctima.
El inspector se encuentra en la escena del crimen. De hecho, ambos deberían estarlo, pero Ana decide tomarse su tiempo. Su deseo inmediato es huir, pero aquella imagen la paraliza. Sus ojos devoran la construcción El San Juan Apóstol imponente edificación barroca del siglo XVII al servicio de la tortura, sede del seminario e institución mental religiosa durante el siglo XX; privada en la actualidad.
Pese a la penumbra aledaña al portón, la institución enceguece en luz. Transmite un hálito espectral concentrado en diferentes ángulos: la arquitectura, el paisaje y las historias allí vividas. Leyendas siniestras, originadas por un noble español que, enceguecido por sus ínfulas de superioridad, torturó esclavos negros e indios para demostrar que carecían de alma. Tras su muerte y con una variopinta de narraciones espectrales, el inmueble fue donado para servir de seminario a los aspirantes de la orden mendicante, pero luego, pasó a una administración privada, convirtiéndose así en un hospital mental.
—No ha cambiado mucho en estos años —piensa mientras recorre el paisaje.
Así lo recuerda. Se detiene en las piedras amorfas y blancas de la fachada de la institución mental. Las ventanas permanecen abarrotadas, teñidas de negro. Abajo, una oxidada puerta de hierro recibe a los visitantes. Cerca, el bullicio llega hasta sus oídos. Lo sigue. Apresura el paso, pero, es incapaz de avanzar en línea recta, como si sus músculos no recordaran cómo caminar. Sin aire, mareada, con el estómago desencajado y los brazos entumidos por el frío, llega a los límites de la cinta amarilla “Prohibido pasar” y cruza. En este instante, sabe a ciencia cierta que el rencuentro que aplazó durante los últimos años, finalmente, sucederá y no habrá poder humano o divino que lo evite.
Próximo al lugar está parte del equipo judicial en compañía del fiscal Víctor Serrano, quien acostumbra a presentarse en la escena del crimen, observar y entablar diálogo con el equipo judicial para, según él, empaparse de la investigación, aunque ello no esté incluido en sus funciones inmediatas.
Serrano lleva en la unidad cinco años y tanto Ana como Damián han trabajado con él en diversos casos. Aun así, la vida personal del fiscal no le resulta desconocida a ella. Hombre soltero, ególatra y fantoche. Recuerda que recién se integró al departamento, la invitó a salir porque para él, la forense era de lo mejorcito del personal. Bebieron algunos cafés, salieron a comer, pero, para Mondragón, era más por mantener un buen ambiente laboral que para entablar una relación sentimental. Llegado el día y tras sentirse rechazado, le juró la guerra. Debía pagar por preferir estar sola a estar con él. Es de los hombres que no aceptan un “No” por respuesta. A diferencia del inspector Caballero, se llevan muy bien. Piensa que entre hombres es más propicia la camaradería, pero, para efectos prácticos, no le importa, con tal de que ese “Homúnculo”, así le llama, no obstaculice su labor.
Dos de la mañana. Ana es cegada por otro resplandor brillante, próximo a su rostro. El reflejo viene del lado opuesto al de ella, despedido por un objeto que se acerca lento. Una luz plateada en aumento que, frente a sus ojos, quema.
Una voz familiar le habla: —Puede ser peligroso aquí —le advierte un hombre que se acerca lento, pero a zancadas—. Caballero ya está en la escena y nos espera. —A su lado, un sujeto menudo, bajito, que Ana identifica como el fiscal Serrano.