CAPÍTULO 2
Empezaré presentándome para que me conozcáis. Me llamo Helena, Helena con hache. La hache me la endosó el funcionario del Registro Civil por error, el día que mi padre fue a inscribirme y desde que tengo uso de razón la he defendido con uñas y dientes, como mi tocaya, Helena de Troya, porque aunque es como un cero a la izquierda e insonora, es mi hache y forma parte de mi. Se convirtió en una prolongación de mi nombre, cada vez que alguien me preguntaba cómo me llamaba, yo contestaba: “me llamo Helena, Helena con hache” y detrás de esa frase siempre escuchaba: “¿Helena, qué?, pero me estoy liando. Comenzaré desde el principio…..
Fui hija única, inesperada y muy querida. Llegué sin que me esperasen, un mes de abril. En la época en la que mi madre era una jovencita, cuando una muchacha pasaba ya de cierta edad, le decían que se iba a quedar para vestir santos, si no tenía novio o no estaba casada ya. Mi madre se casó cuando apenas le faltaban unos meses para cumplir los cuarenta. Había visto como todos sus hermanos se habían ido marchando, poco a poco, mi tío Juanito se marchó a Alemania cuando se casó. Su cuñado Pepe estaba trabajando en Berlín y le había conseguido un buen trabajo en la Volkswagen. La otra hermana de mi madre, la tía Elvira se marchó a Cádiz después de la boda. La familia de su marido era de allí y tenían una ganadería de toros y una gran hacienda en donde vivía muy bien, así que mi madre y mi abuelo se quedaron solos. Ella terminó sus estudios de administrativo y consiguió trabajo como recepcionista en un bufete de abogados de media jornada, que estaba cerca de su casa. El horario y la ubicación le permitían cuidar de mi abuelo, cada vez con más achaques y necesidades. Así, sin darse cuenta se le pasó la década de los treinta, hasta que una mañana encontró a mi abuelo muerto en la cama y se encontró sola en la vida, pensando que se iba a convertir en una solterona que iba a vivir sola y rodeada de gatos.
El encuentro entre mis dos progenitores fue un flechazo.. Cada vez que mi madre me lo contaba, le temblaba la voz de la emoción y se le hacía un nudo en la garganta que, le obligaba a parar porque las lágrimas pugnaban por salir amenazando con inundar su rostro, emocionado al recordarlo. Incluso yo me emocionaba escuchándola, imaginándome las escenas, pero con otros rostros, deseando que a mí me ocurriera lo mismo.
Ocurrió una mañana del mes de junio, previa a la llegada ansiada del verano, mi madre se había levantado triste y sin ánimo, como le solía pasar desde que mi abuelo había fallecido. Había dedicado todo su tiempo libre a cuidar de él y cuando falleció se encontró sola, sin más mundo que el pequeño piso familiar y su trabajo. Ni el canto de los pájaros, ni el colorido de los jardines, ni la luz del sol le hacían recobrar la alegría de vivir.
El timbre de la puerta del bufete le hizo dejar de aporrear las teclas de la máquina de escribir, no sin antes fruncir el ceño por la interrupción, ya que le habían pedido que terminara el informe de un caso muy importante que estaba llevando el bufete. Como siempre le habían apremiado para terminarlo y cualquier interrupción suponía perder un tiempo muy valioso.
Al abrir la puerta se olvidó del informe, del mal humor que tenía y de todo lo que le hiciera quitar la atención de la persona que tenía delante de ella. Quedó hipnotizada por la mirada con la que se encontró, los ojos más hermosos y a la vez más misteriosos que había visto nunca. En ese momento no fue consciente de lo que estaba sucediéndole, sólo era una marioneta en manos de unas sensaciones que nunca había experimentado y no sabía cómo manejar. Empezó a notar cómo un calor sofocante la subía por el cuello para estallarle en la cara. Los pies eran como dos postes de la luz, anclados al suelo, un suelo que había comenzado a moverse en su imaginación, provocándole un mareo espantoso.
- “Buenos días, traigo una documentación de parte del señor Galguera.”- Le dijo mi padre, alargando el brazo para entregarle el sobre con los documentos.
- “Buenos días”- Respondió mi madre siendo incapaz de moverse, ni de pestañear. Mi padre había sonreído mientras saludaba y le entregaba el sobre. Eso le había provocado que el corazón se desbocase dentro de su pecho.
Por demás está decir que el informe que tenía que preparar, no lo finalizó a tiempo y tuvo que quedarse a terminarlo a la hora del la comida, pero no le importó, hubiera sido incapaz de probar bocado.