CAPÍTULO 1
Al abrir los ojos, noto cómo una sensación de náusea, que sube por mi esófago y a duras penas consigo frenar, me hace tomar contacto, súbitamente con la realidad. Siento la lengua como si fuera un estropajo dentro de mi boca. Necesito con urgencia ir al baño. La vejiga está a punto de reventar. Tengo que levantarme pero, la cabeza me pesa, me cuesta moverla. “¿Qué es esto?” Algo me inmoviliza a la altura de la cadera y me impide moverme. Todo está oscuro, palpo con mi mano para liberarme del objeto que tengo encima de mi vientre; me empiezo a poner nerviosa al notar que está caliente y que al tacto parece piel humana. Intento recordar donde estoy, pero no consigo acordarme de nada. Me juro a mí misma que es la última vez que bebo y me emborracho hasta el punto de perder la noción de las cosas que hago. La cabeza me va a estallar y la vejiga a reventar, si no la vacío inmediatamente. Los ojos se me van habituando a la oscuridad y lentamente, no sólo para no despertar a lo que tengo al lado, sino también porque soy incapaz de moverme con fluidez, me libero del brazo que me tiene aprisionada y me levanto, muy despacio de la cama en la que me encuentro.
Miro a mi alrededor, intentando encontrar algo que me resulte familiar, todo es negro sobre negro. A mi derecha veo un resquicio de luz por lo que parece el borde de una puerta. De puntillas me dirijo hacia la claridad, cuando me doy cuenta de que estoy totalmente desnuda. Parece que una bandada de pájaros carpinteros se están vengando de mí, picoteando mi pobre cabeza. No aguanto más y la orina empieza a resbalar mojándome la entrepierna. Por fin una sensación agradable desde que me he despertado. Abro la puerta y salgo a un pasillo estrecho y largo. La claridad me da de golpe y cierro los ojos a la vez que noto como si me clavaran un millón de cuchillos por todo el cuero cabelludo. La náusea vuelve de golpe, sin avisar y esta vez no consigo frenarla. El vómito sale a propulsión estampándose en la pared del pasillo. ¡Qué alivio siento! La sensación de mareo desaparece y por un momento parece que recupero la lucidez. Por el rabillo del ojo veo unos vaqueros que me resultan familiares y a su lado, un jersey de color mostaza que reconozco porque es mi favorito. Afortunadamente, debajo del montón de ropa está mi bolso; unos pasos más allá veo mis zapatos. Me visto lo más rápidamente posible que puedo, cojo los zapatos en la mano para no hacer ruido y busco la puerta de salida, para poder huir de ese escenario terrorífico.
No espero a que suba el ascensor y bajo las escaleras lo más rápidamente que mi cuerpo me permite. En el portal me calzo y salgo a la calle. Por la luz, parece que es mediodía. No reconozco los edificios, ni los establecimientos, pero me doy cuenta que no estoy en el centro de la ciudad. Rebusco en el bolso, para encontrar el teléfono móvil y poder llamar a un taxi, “¿pero cómo vas a llamar a un taxi, si no sabes dónde estás?” Tengo que llegar a mi casa, tengo que ducharme urgentemente, me he orinado encima y me he salpicado de vómito. Apesto. Si consigo encontrar un taxi, tendré suerte si consiente que me suba en él. No necesito mirarme en un espejo para saber la pinta tan deplorable que debo tener. Comienzo a caminar, haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantenerme lo más erguida posible. El mareo y el dolor de cabeza son insoportables. Llego a una marquesina de autobús a la vez que llega uno, pero su color me confunde. Los autobuses de mi ciudad son de otro color. ¿Dónde estoy? Fijo la vista en el parabrisas del vehículo para poder leer el cartel con el destino. Si me alegré cuando vi aparecer el autobús, el mundo se hundió a mis pies cuando leí la ciudad de destino. Estaba lejos de casa, pero por lo menos ya estaba en la dirección correcta.
Esta escena se repite todos los viernes por la noche. Salgo con la intención de tomar unas copas y reírme un rato con mis amigos, para desconectar del estrés del trabajo de toda la semana y acabo enganchándome al cuello de algún tío, que como el de hoy, ni siquiera recuerdo al día siguiente. Cuando alguien se me queda mirando por la calle y no le reconozco, lo primero que pienso es si será uno de esos ligues nocturnos de fin de semana. Todos los domingos cuando estoy hecha una piltrafa, resacosa y con el cuerpo dolorido como si me hubiera pasado una locomotora por encima, me juro y me prometo que es el último que me comporto como una adolescente descerebrada guiada por sus hormonas .
¿Cómo he llegado a esta situación? No me lo explico, o sí y no quiero verlo; por eso quizás me escondo en la bebida y en el sexo fácil de cada fin de semana. Aparentemente debería ser feliz. A mis treinta y ocho años he triunfado en mi vida profesional; tengo un trabajo que me gusta, muy bien remunerado, con un horario privilegiado que me permite satisfacer muchos caprichos y físicamente no estoy nada mal, según el éxito que tengo entre los individuos del sexo masculino. Entonces ¿qué es lo que me atormenta para que me castigue de esa manera? La respuesta es muy sencilla y muy complicada a la vez: mi vida personal es un tremendo desastre.