El chispazo de las llamas junto a la melodía de los villancicos llenaban la sala que con tanta melancolía cargaba.
La mujer de cabello blanco, no porque quisiera sino porque las canas ya se habían apoderado de su cabellera castaña, acariciaba con un dedo el rostro de una joven de bellos iris color miel. Una sonrisa nostálgica se colgaba en su rostro mientras que sus ojos se llenaban de lágrimas contenidas, la punzada de dolor en el pecho que le atravesaba el alma cada vez que recordaba.
Temblorosa, deslizó por debajo de su ojo izquierdo la yema arrugada de su pulgar, limpiando las lágrimas que intentaban escapar. Suspiró y el recordatorio de que su hija con sus nietos iban a llegar en cualquier momento la hizo volver a sentir esa alegría que llevaba cargando durante todo el día. Volvió a ver la fotografía una última vez antes de dejarla en su lugar de la chimenea.
Catrina Von Luis, la hija de la familia a la que Mónica sirvió desde la niñez. Las cosas habían cambiado mucho durante esos años. La sociedad había abandonado esa vieja aristocracia que aún fingía estar en su era más dorada cuando solo eran un recuerdo vacío en la mente de todos.
«—Solo van a asistir muchachos de noble ascendencia, nadie se fijará en mí cuando sepan mí posición, señorita —había susurrado, con la voz ahogada una versión más joven de ella.
—Eso puede suceder, pero querida mía, no a todos los hombres les importa la posición y el apellido de una mujer, tal vez un día te sorprendas y aprendas que el estatus no lo es todo —le dijo sonriente mientras que en sus ojos se resaltaba ese color miel que tanto le encantaba admirar. Había terminado de colocarle un bonito collar de oro, la joya azul resaltaba en el delicado cuello de Mónica, la dama de compañía, cuando con dulzura volvió a hablarle a su amiga—. Y cuando ese día llegue, quiero estar presente para decir te lo dije… »
Pero no lo estuvo, no del todo, jamás llegó a pronunciar tales palabras que con tanta emoción había querido echarle en cara.
La extrañaba tanto, a ella y a sus ocurrencias, pero la vida no había sido fácil, y nunca lo fue para esa muchacha de ojos miel. Las torturas que había sufrido bajo el cuidado de su ponzoñosa tía y su búsqueda de volverla una bonita esposa trofeo habían llevado a Catrina al límite. A la desesperación.
Aún tenía recuerdos claros de esa noche, de la última vez que la vio. Y cuando estaba por dejarse caer en la tristeza de su pérdida de nuevo, los escucho llegar. Tan ruidosos y alborotadores como debían de ser los niños.
—¡No! ¡Yo quiero ir al lado de mamá! —se quejó entre gritos la pequeña Amanda, sus pasos resonaron en forma de protesta en el pasillo que unía la entrada con la sala de estar.
—¡Pero este año me toca a mí! ¿O no mami? —La voz de su otro nieto, Samuel, también se escuchó por el pasillo, buscando la intervención de su madre.
—Si escucho una queja más todos se van a quedar sin postre y no les daré los regalos que encuentre bajo el árbol —la voz de una mujer adulta se escuchó, un poco más lejana, causando que ambos salvajes rieran a la par. Tyler, el gemelo de Samuel, se carcajeó tan fuerte que lo escuchó como si estuviera a su lado.
Ese simple sonido, tan agudo que sus nietos creaban, logró traerla de vuelta a la realidad, sus vocecitas se oían cada vez más cercanas hasta que vio a los tres asomarse por el marco de la puerta con grandes sonrisas. Después de todo, era Nochebuena y los niños estaban entusiasmados por la llegada de Papá Noel y los regalos. En especial por los regalos.
Se levantó del sillón rojo justo a tiempo para ver tres cabecitas asomarse por la puerta y con un grito de emoción corrieron en su dirección. Mónica estiró los brazos en grande para recibir con besos a su nieta menor que fue la primera en colisionar contra su pecho.
—¡Abuela! —grito la menor después de darle un beso en la mejilla arrugada de Mónica.
—Mi pequeña Amanda —dijo con orgullo—, que hermosa estás vestida, mi niña.
Ambas se sonrieron con complicidad, las dos sabían que no era cierto, su madre los había obligado a vestirse con feos suéteres navideños que les quedaban gigantes a los tres, que les llegaban a las rodillas, la lana les causaba picazón en el suelo y los colores chillones eran matadores para la vista.
En el centro de la parte delantera se destacaba el gran reno con varias luces de colores en sus astas que se mostraban en los tres suéteres. Estaba espantoso, horripilante, hasta lograba generar miradas incómodas por parte de los desconocidos, pero aun así, los tres pequeños lo usaban sin ninguna queja y con mucho orgullo, todo por hacer feliz a su madre, que luego de la desaparición de su padre había estado tan triste y deprimida por la ausencia que había dejado con su partida.
Los otros dos terremotos, Tyler y Samuel, que habían estado insistiendo a su abuelo que los llevara a ver el gran árbol de navidad de la plaza principal de la ciudad, no tardaron en unirse al gran y cálido abrazo que su abuela les ofrecía. Los cuatro rieron felices por verse de nuevo luego de tantos meses
Un hombre mayor junto a la madre de los niños miraban felices desde la puerta. Nicolás tenía a su hija abrazada mientras veían a los más jóvenes atacar con preguntas a su esposa.
En sus manos, una bolsa de tela, llena de varios dulces y golosinas que planeaba dejar en la mesa ratona de la sala. Dejando la bolsa con cuidado en la superficie de madera y dando un último beso en la mejilla de su hija, fue en busca de una copa y no tardó en servirse una buena cantidad de vino. Iba a ser una noche alegre, no tenía dudas.