El Vello

El Vello

En el árido, distante y monótono desierto de Yeshimon, cercano al Mar Muerto, en una saliente colosal entre las montañas y los caminos serpenteantes pero escondido de la visión de posibles visitantes no deseados estaba situada la Metzadá, o “La Fortaleza”. No era en vano el nombre, su arquitectura escalonada y lujosa deslumbraba a quien tenía el privilegio de saber su ubicación y ser aceptado tras sus muros. Sus salones amplios, decorados con mosaicos coloridos engalanando los pisos, dejaban hipnotizados, aun, a los sirvientes que estaban acostumbrados a cruzarlos diariamente.

Allí, en una habitación alejada de las recámaras principales de la Metzadá se encontraba desde hacía seis meses el príncipe hebreo Shama. Sus ojos de un verde profundo estaban enrojecidos por las lágrimas, pero ya no le quedaba más por llorar. Sus cabellos castaños antes prolijamente despeinados sobre su frente, ahora caían sucios y largos pasando por su nariz perfecta enrojecida y húmeda hasta llegar a su boca carnosa. Había llegado allí sin más opciones, sentía una gran frustración. En el último tiempo se atormentaba preguntándose para qué continuaba viviendo en circunstancias tan adversas para él.

Tenía apenas 23 años y siempre había hecho lo que quería: básicamente estar con las doncellas más congraciadas de la ciudad, era lo que mejor se le daba. Lo hacía sin esconderse y sin importarle los rumores ni comentarios, ya que no era el próximo en la línea sucesoria y no había nada que lo preocupara menos que la corona. Su aspecto se lo permitía y nada se lo impedía. Probar los placeres que la carne ofrecía era su don y su habilidad, nunca una amante le había reprochado su arte de amar.

Hacía un tiempo, una mañana, entre las sabanas de su habitación, enrollado en el cuerpo de una de las ultimas conquistas de esa semana, de pelo castaño y tez clara, notó una incomodidad en su entrepierna. Al mirar percibió que su vello púbico había aumentado en volumen, lo que producía que no podía ver la unión entre su pierna y su cadera. Extrañado de este voluminoso hallazgo decidió cortarlo y olvidarse inmediatamente sin darle mayor importancia. Al día siguiente ocurrió lo mismo, y al siguiente, y al siguiente, con la diferencia de que día tras día el vello parecía crecer con mayor volumen, tapándole más espacio en la entrepierna. Cuando una mañana amaneció con el largo hasta las rodillas y el volumen hasta su ombligo, decidió que era tiempo de hablar con el sabio de la corte, Shalom. El sabio, junto con su nervioso aprendiz Aaron, de la misma edad que Shama, lo escucharon con atención y respeto, a pesar de su temor y vergüenza. Le aconsejaron que quizás era tiempo de dejar de experimentar en las artes amatorias de la manera que lo estaba haciendo.

Ante la desesperación de ver su vello púbico crecer sin cesar cada mañana, Shama organizó un gran banquete en el palacio de la ciudad con un único objetivo: encontrar una bella esposa y amante definitiva. El banquete consistió en las exquisiteces más buscadas por cualquier comensal de paladar fino: pan halá, falafel, knishes, burekas, marak kubbeh, hummus, queso de cabra, no faltó el vino y la buena música de fondo en el palacio real. Seguido a esto un gran baile, con las más bellas y agraciadas doncellas de la ciudad para elegir una amante que lo acompañaría el resto de sus días con sus noches y con quien perfeccionaría su arte. Mientras todos ingresaban al salón principal, Shama se acomodó en el pedestal preparado especialmente para él. Pero antes de dar las palabras solemnes de inicio, un gran bulto se apareció en su entrepierna, haciendo que todos los presentes miraran hacia la parte voluminosa de su túnica turquesa labrada en oro con gran curiosidad y comenzaran a reír, pensando que era un chiste que el príncipe estaba haciendo. Éste no pudo contener su vergüenza, furia y hastío por la situación y salió de la habitación corriendo, tratando de no trastabillarse con el vello que comenzaba a salir por debajo de su vestimenta.

Había decidido alojarse en la Metzadá con el fin de morir allí, sus esperanzas estaban agotadas. Cada vez que cortaba su vello púbico, éste crecía más, así que había renunciado a cortarlo.

Y ahí estaba Shama, deprimido, desnudo con su torso de semi dios, que alguna vez fue admirado por muchas mujeres, tumbado en el piso de la habitación, pasando sus días y sus noches. Ya no podía ver su miembro viril, sus rodillas, sus piernas. Cada vez que tenía que moverse, el fastidio lo asediaba, ya que debía cargar con sus manos el peso de ese vello. Nadie en la fortaleza mencionaba en voz alta nada de lo que veía, los que habían cometido el error de intentar darle palabras de aliento, consejos o comentarios habían recibido por respuesta patadas, malos tratos, improperios de parte del desgraciado hombre. ¿Quién en su sano juicio lo iba a querer con ese aspecto y con ese humor?

Lloraba de día, lloraba de noche, sin poder encontrar cómo resolver esta maldición que había recibido sin saber por qué ni de dónde. Sentía como si algo estuviera roto dentro de él. El único que podía acercarse a hablar con él sin recibir malos tratos era Aaron, quien ante la decisión de Shama de alejarse de la ciudad, lo acompañó y cuidó como si de un niño se tratara. Le secaba las lágrimas por las noches y lo mecía de día cuando la desolación de no poder salir de allí se le hacía insoportable.

Una noche de luna llena en la calidez del desierto, en uno de los amplios balcones del palacio, mientras Aaron cuidaba de Shama, quien seguía preguntándose por qué le sucedía lo que estaba viviendo. Aaron escudriñó el cielo estrellado, lo miró a la cara y le preguntó:

- ¿Todavía no lo descubriste?



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En el texto hay: principe, desierto

Editado: 19.12.2020

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