El viaje sin retorno

7. La verdad en el espigón

—Llevo tanto tiempo esperando este momento…

La luz de la luna iluminaba su rostro bañado en ansiedad.

—Eres mi amigo desde hace tiempo. No hace falta que me lo jures. ¿Entonces vas a ir?

—¡Claro! Estoy muy contento, Bea. Que no quepo en mí.

—¿Qué te ha dicho exactamente?

—Que vaya a su casa a mirarle el ordenador.

—¿Qué le pasa a su ordenador?

—Lo tiene roto. O eso dice, es una excusa para verme en privado.

—No, lo tendrá roto.

—Que no, si no ha sabido decirme qué le pasaba. Está claro que se lo está inventando.

—Porque no tendrá ni idea de informática. Pero algo le pasa a ese ordenador.

—No. Créeme.

—Lo que tú digas.

—Últimamente me habla mucho en clase, nunca habíamos hablado tanto.

—¿Y de qué habláis?

—De lo que vemos en clase, de los deberes, de todo un poco.

—¿Te pide los deberes?

—Bueno, me pide echarles un vistazo de vez en cuando.

—¿De vez en cuando?

—Todos los días. Pero no se los copia. Lo pone con sus palabras.

—Miguel, siento decirte esto. Esa chica tiene un interés por ti, cierto, pero no del tipo que tú te imaginas.

El rostro de Miguel se encendió.

—¿Qué dices, Bea? ¿Qué dices? ¿Por qué me atacas? Yo noto cuándo le gusto a una chica.

—¿Que tú notas cuándo le gustas a una chica? Me descojono, no sabes cuánto te equivocas. Tú no notarías un toro que está empezando a cornearte.

—Cállate.

—Mira, te lo digo porque me preocupas. No te interesa esa chica, créeme.

—No voy a discutir contigo. No te cuento nada más. No me apoyas.

—Si para ti apoyar significa decirte lo que quieres oír, tienes razón.

—Lo que tú digas.

Silencio. Tragos de Martini “a palo seco”. El sonido y el olor salino de las olas contra el espigón en la noche. Incluso a través de las neuronas humedecidas de Miguel se hizo paso un pensamiento con forma de sospecha. ¿Qué había querido decir Bea cuando se había burlado de él por decir que notaba cuándo le gustaba a una chica? ¿Acaso ella...? La sospecha fue la gasolina que prendió un ardor dentro de él. Bebió varios tragos más de la botella. Parecía que ella se había dado cuenta también del desliz, pues guardaba un contenido silencio. Rara vez se callaba cuando él la mandaba callar. Dentro de la conciencia de Miguel, fibras nunca antes acariciadas comenzaron a serlo. Recordó unos días de hacía mucho tiempo, cuando él la había visto de otra manera. Al principio, cuando se conocieron. Después, esas emociones fueron silenciadas.

Bea rompió finalmente el tenso silencio, con ciertas dificultades en la pronunciación:

—Mira, eres mi amigo y te voy a ser sincera. Necesitas oír unas cuantas verdades. Eres un piltrafilla, un paleto, un atontao. La manera en la que te has acercado a Nadia está mal. Lo has hecho mal desde el principio. ¿Te crees que va a quedar contigo en plan romántico algún día? Yo es que me descojono. Siempre te responde los mensajes con frases ambiguas, que tú interpretas como quieres interpretar. Está jugando contigo. Y como es un juego, lo jugará hasta que se aburra. Para entonces habrá roto varias veces tu capacidad de resistencia, y te habrás levantado otras tantas para seguir riéndole las gracias. Mientras tanto, le habrás arreglado el ordenador, le habrás ayudado a aprobar algunas asignaturas, y más favores que desconozco porque te avergüenzas de contármelos. En el fondo, fondo, sabes la verdad. ¡Despierta ya! Eres un idiota, yo he ido detrás de ti mucho tiempo y ni te has enterado. Podríamos estar juntos, ahora. Y dices que notas cuándo le gustas a una chica. ¡Tú eres un ciego emocional!

—¿Que tú...?

—Cállate. No quiero hablar contigo.

—Mmm... vale.

Miguel dejó a un lado la botella. Así que era cierto. Los viejos días tomaron forma. Sintió un torbellino de fuego recorrer su interior, de los pies a la cabeza, suscitando emoción salvaje a su paso con la ayuda del alcohol. Ignoraba cómo abordar la situación. Su mente embotada sólo le sugería tonterías.

Así pues, comenzó a desvestirse.

—¿Qué haces? —le espetó Bea.

—Voy a bañarme en pelotas.

—¿Aquí? Te vas a destrozar contra las rocas. Y el agua estará helada.

—¿Qué más da eso? Después de cómo me has insultado nada me puede doler más.

—Si tú te desnudas yo también.

—Adelante.

Y allí, bajo la luz de la luna, Miguel y Bea se desnudaron en el espigón. Miguel corrió hacia el extremo. Y Bea lo siguió. Ninguno de los dos tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Él saltó al agua y ella detrás, sin pensárselo. Espuma, dolor y frío fue lo primero que experimentaron. Minutos más tarde, en cambio, tras varios juegos de salpicar al otro y hundirle la cabeza en el agua, lo que sintieron fue calor, placer y pasión. Que entrelazaran sus cuerpos desnudos bajo el agua fue cuestión de tiempo. Se miraron a los ojos.



#1369 en Otros
#300 en Relatos cortos
#829 en Novela contemporánea

En el texto hay: crimen, romance, drama

Editado: 14.10.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.