Sara paró el coche justo enfrente de la entrada al colegio. Nathaly, que ya se había quitado el cinturón de seguridad, se colgó la mochila en el hombro y abrió la puerta.
—Espera —dijo Sara, agarrándola del brazo. Sus ojos la revisaron con prisas.
—¿Qué ocurre, tía?
—Nada —respondió de manera autoritaria—. ¿Llevas el pañuelo en la mochila?
—Sí, lo llevo.
—Acuérdate de que nadie tiene que…
—Nadie tiene que ver mi colgante ni mi pulsera —dijo al mismo tiempo, terminando la frase en su lugar—. Lo sé. Tranquila. Si tengo calor, me pondré el pañuelo en la muñeca antes de quitarme la sudadera.
—Sabes que ambos cuestan un dineral, ¿verdad?
—Sí, lo sé. Me lo has dicho muchas veces.
—Está bien. Ya encontraré la manera de quitártelos. Por el momento, haz lo que te tengo dicho.
Nathaly se quedó mirándola. ¿Por qué después de tanto tiempo estaba volviendo a tener esa obsesión y esa angustia por quitárselas?
—Vamos, vete ya. —Agitó la mano—. Tengo muchas cosas que hacer.
—Hasta luego, tía —se despidió de ella antes de bajar del coche.
Al igual que el trabajo de su tía, su colgante y su pulsera eran otro misterio más en la familia. Ambos eran de platino y portaban piedras preciosas auténticas. ¿Algo realmente maravilloso? Quizá lo sería si se los pudiera quitar de algún modo. Ninguno de los dos tenía cierre.
Según le contó su tía, el colgante era el más peligroso de los dos. ¿Por qué? Ni ella misma lo sabía, pero, por el nerviosismo de su tía, estaba claro que la historia que se escondía tras él no era algo que se pudiera tomar a la ligera. Por eso Nathaly se pasó al menos media vida revisándolo una y otra vez, para ver si encontraba algún pequeño detalle que le diera una mísera pista. Lo malo es que, aparte de ser de platino y colgar de una cadena de pequeños eslabones del mismo metal, que era uno de los más caros del mundo, no había nada de especial en él. Solo era una medialuna delgada y tan cerrada que las puntas no se tocaban por muy poco. En su interior abrazaba un delgado y brillante diamante que, de lo transparente que era, casi veías a través de él, y, aunque el diamante era toda una delicia para los joyeros, no era lo que más les fascinaba. No. Cada vez que veían su colgante por primera vez, su atención siempre recaía en las cinco piedras preciosas que estaban incrustadas en la cara delantera de la medialuna: una aguamarina, una esmeralda, un diamante, un rubí y un zafiro. La aguamarina y el zafiro, que eran las más próximas a los extremos de la medialuna, eran las más pequeñas, y el diamante, que era el que se encontraba en el centro, era el más grande.
Su pulsera no se quedaba atrás. Compuesta por una sucesión de zafiros de corte redondo y de diamantes en forma de estrella, los eslabones que las unían eran de puro platino, y todo aquel que tenía el privilegio de verla siempre decía que era una pieza digna de la más alta alcurnia, que a saber qué significaba eso.
Entrando en clase, Nathaly se sentó al final, como de costumbre. Tras el examen de ciencias y la doble clase de matemáticas, por fin vino el pequeño descanso de media mañana. Dirigiéndose al único rincón del patio donde había un asiento debajo de un árbol, se sentó nada más llegar, posando la mirada al azar en un grupo de chicos que jugaban al fútbol en medio del patio. Mientras unos pocos perseguían el balón con ahínco, los demás se mantenían cerca, esperando la oportunidad de recibirlo.
Aburrida de mirarlos, Nathaly desvió la mirada hacia un grupo de chicas que iban a su misma clase. Estaban en corrillo, cuchicheando con escandalosa emoción mientras dos de ellas buscaban algo en sus teléfonos móviles. Todavía recordaba bien los intentos que hizo por charlar con ellas, al igual que con todas las demás.
Suspirando sin remedio, Nathaly se preguntó una vez más por qué la rehuirían o por qué se burlarían de ella a la menor oportunidad. ¡No les había hecho nada malo a ninguna de ellas! Y sí, era consciente de que su forma de ser no era la habitual en una chica de doce años, pero ¿qué mal había en ser como era? En ser… diferente. «Rara», le corrigió su mente de inmediato.
Nathaly sonrió de manera involuntaria al recordar lo que su tía le dijo el primer día que empezó a formar nuevos recuerdos. «Si los demás nos ven como cosas raras andantes es porque no tienen ni respeto ni empatía por nadie que no sean ellos mismos. Recuerda siempre que, cuando alguien piensa que somos raras, ese alguien no se queda atrás. Cada uno es como es y, mientras se respete a los demás, nadie tiene por qué meter las narices donde nadie le ha invitado». Cómo añoraba esos primeros días que pasó con ella. Le enseñó cómo comer, vestirse o interactuar con alguien con un cariño y paciencia que jamás volvió a demostrar. Si todo lo aprendió con rapidez fue gracias a ella, aunque todavía seguía habiendo muchas cosas que desconocía, como el saber si los humanos eran capaces de curarse a sí mismos.
Cuando Nathaly se curó a sí misma por primera vez, actuó de manera natural. Estaba sola, en una esquina del patio, donde alguien había dejado un tiesto con unas rosas rojas muy bonitas. Su aroma, agradable y tentador, la arrastró hasta ellas y, al ir a tomar una por el tallo, se pinchó. En cuanto vio que la yema del dedo índice le empezaba a sangrar, pasó el dedo corazón por encima de la herida sin llegar a rozarla y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, esta ya se estaba regenerando con rapidez ante sus ojos. ¿Quizás eran pocos los que hacían lo mismo que ella? Nunca se atrevió a preguntárselo a nadie, y mucho menos decírselo a su tía, que siempre echaba mano del botiquín que tenían en casa. Es por eso que su boca jamás logró gesticular palabra alguna en ninguna de las veces que reunió el valor suficiente para plantarse frente a ella y contárselo todo. No quería que pensara que estaba loca, porque no lo estaba, aunque soñara siempre con el mismo chico todas las noches.