El Virus de la Purga

Capítulo XX

Tres disparos continuos, una pausa y después una ráfaga hasta vaciar el cargador del arma semiautomática. Las detonaciones tenían lugar  a no más de trecientos metros de donde nos encontrábamos. Francisco saltó al suelo y tomando todas las armas corrió en auxilio del capitán. Mi intención fue detenerle, pero Jorge me detuvo tomándome del brazo.

—Hay algo que debes saber —Jorge, me miraba mientras Flavio y Martínez se echaban las mochilas al hombro.

—Las palabras tendrán que esperar —intervino Liz—. No sé qué se traigan entre manos, todo ustedes, pero si debemos huir, es ahora.

—No lo entiendo —dije mientras fijaba la mirada en la brecha de autos por la cual se había colado Francisco— ¿Tiene que ver con la muerte de Rubén?

—Sí —soltó Martínez—. Y créeme cuando digo que no fue un accidente… Ahora demos marcha.

—Él nos ayudó a… —intenté protestar a favor del capitán

—El capitán, sólo se ayudaba a sí mismo. Necesitas saber nuestras razones, pero será cuando estemos lejos de su alcance —dijo firmemente Flavio—. Es una persona peligrosa… más peligrosa de lo que piensas. Debemos poner distancia de por medio cuando antes.

Sin cuestionar más, los seguí. Es cielo se había oscurecido, pero algunos rayos del sol aún se filtraban como avisándonos que algo malo sucedería si seguíamos adelante. Dejamos la aparente seguridad de la autopista y nos adentramos en las pequeñas calles.

Una vez puesta distancia prudente, nos detuvimos en un pequeño parque y nos ocultamos entre su ralo follaje. Martínez extrajo de su mochila un mapa que Flavio y Jorge le ayudaron a desdoblar sobre la hojarasca.

—Nos encontramos aquí —señaló Martínez poniendo el dedo sobre el papel—. ¿Puedes señalar con precisión el lugar donde se encuentra tu laboratorio? —Miró a Flavio.

—No estoy muy seguro —se excusó Flavio mirando fijamente el mapa como intentado desenmarañarlo.

—¿Cómo qué no estás seguro? —Se exaltó Martínez.

—¡Aquí! —Señaló convencido un punto en el plano.

—¡Estas bromeando! —Dijo sorprendida Liz— Eso está a más de siete horas a pie. Es una maldita locura siquiera intentarlo. Deberíamos regresar sobre nuestros pasos y trazar un verdadero plan si es que de verdad quieren llegar a ese lugar.

—No podemos hacer eso —dijo Flavio pensativo—. Esto no es una excursión y nadie te obliga a ir con nosotros.

—Muy bien. Pero están equivocados al pensar que la tranquilidad que ahora hay, será igual cuando el sol caiga. Las sombras nos olerán  y nos darán caza. Y no tendremos lugar a donde correr, no habrá oportunidad contra cientos de ellas. Y se olvidan de los susurradores.

—No estamos seguros que realmente haya más de ellos en la ciudad —comentó Flavio.

—Pues cuándo lo estén, será demasiado tarde. Cómo sea, no puedo regresar y arriesgarme a toparme con el capitán. Caminaremos sin parar y a las cinco buscaremos un lugar seguro en el cual pasar la noche.

Todos asentimos con la cabeza y levantándonos proseguimos con Martínez a la cabeza.

Las calles y las casas habitación se encontraban tranquilas como lo hacen aquellas que pertenecen a pueblos pequeños y tradicionales en los cuales se ha llevado a cabo recién una desbordante fiesta. Estaba seguro que si me acercaba a una puerta y la tocaba, una voz amable me respondería. Familias completas deberían estar tras esas paredes con ventanas resquebrajadas y puertas entreabiertas, por lo menos lo estarían los restos de aquellas que se negaron rotundamente en intentar escapar de la ola de atrocidades que siempre anteceden un holocausto.

Habíamos caminado con la cabeza en alto, intentado ignorar, engañando nuestras mentes para que no se dieran cuenta de lo terrorífico que era estar vivo cuando deberíamos estar muertos. Las tormentas habían barridos las calles, acomodando los restos humanos en las orillas, junto y bajo las banquetas. Envueltas en hojarasca y envolturas varias, aún se podían ver cráneos semidesnudos. Todo parecía una escenografía bien armada  para espantar a los niños en el día de los muertos. Hasta me pareció que el viento adquiría más fuerza con cada minuto que el hombre dejaba de dominarlo todo.

—Un autobús —dijo Liz de pronto—. Deberíamos de movernos en un autobús.

—Dijiste que deberíamos mantenernos en un perfil bajo —contradijo Jorge—. Un autobús hará demasiado ruido y nos pondrá en la mira de cualquier cosa que este a menos de quinientos metros. Y más con este silencio tan denso. Deberíamos ceñirnos al plan…



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En el texto hay: apocalipsis, virus, pandemia

Editado: 08.09.2019

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