El Visitante

LA HUIDA

PARTE III     

 

 A medida que El Visitante acercó su rostro al de Mónica, la luz de las velas se adelgazó hasta quedar como finitas estrías en la noche, y en la danza macabra de su vida casi extinta, la luz comenzó a revelar un rostro muy distinto al que Mónica recién había visto:

-Ven aquí, no te resistas. No tomará mucho tiempo- dijo El Visitante, y su boca emitió de pronto un aroma putrefacto que llenó la habitación entera-. Serás mía, y seremos, más allá del fin del mundo.

            El cuerpo de Said se balanceaba hacia el frente, en un acto instintivo, pero sus pies se mantenían firmes sobre el suelo, incapaz de sortear los metros que la separaban de su hija. Su cerebro entero permanecía en un letargo inducido por la sorpresa.

            La fuerza que el Visitante ejercía sobre su muñeca le impedía escapar, y Mónica pensó que, si seguía presionando su brazo, terminaría penetrando su piel y quebrando sus huesos. La palidez de su rostro rebasó lo que ella había visto en conocidos y fotografías, al tiempo que el gris de sus ojos se volvía un nubarrón invasor de sus pupilas. Mónica se llenó de una absurda curiosidad: había visto ese rostro antes, pero no recordaba dónde. Mientras tanto, con cada segundo que pasaba, El Visitante la acercaba cada vez más a él.

            El alarido de Ofelia no fue lo que alertó al Visitante; antes de que levantara la pala de carbón, El Visitante ya había girado el cuerpo hacia ella. Ofelia levantó los brazos para asestarle un golpe, y dejó caer la pala con toda la fuerza de su desesperación de madre. La parte metálica de la pala se quebró en dos partes, a la par que El Visitante se erguía, ileso.

            A pesar de su infructuosa defensa Ofelia intentó acercarse a su hija, pero El Visitante alzó su brazo y la empujó; con un ligero movimiento, Ofelia salió volando hasta chocar con la pared.

            Mónica intentó huir, pero El Visitante la alcanzó del brazo y la acercó de nuevo a él. Esta vez no fue violento, como lo había sido con Ofelia, pero su tacto era tan frío y su mano tan firme, que Mónica gimió de dolor, de frío y de desesperación. ¿Era esto el mundo que tanto se le había negado? Ojalá nunca hubiera tenido el alma inquisitiva. Deseó haber sido como su padre, que nunca buscaba más allá de las fronteras que se había impuesto.

            Said no estaba en su lugar. Había salido corriendo de la habitación. Los niños, abrazados, lloraban y temblaban de miedo en una esquina. Mónica siempre había imaginado al mundo como una única posibilidad emocionante; la oscuridad de algo terrible jamás había sido parte de su plan.

-Papá ¿papá? - dijo Mónica mientras El Visitante la llevaba por la casa.

            El frío comenzaba a tornarse insoportable, al igual que sus pensamientos.

-¿Papá, papá?- preguntó Mónica una última vez- ¿Papá?

            El Visitante abrió la puerta. Afuera se extendía una noche inescrutable.

            El Visitante contrajo los hombros, y su rostro se contrajo de dolor y sorpresa. El golpe del metal había cortado de tajo el silencio, aun así, Mónica tardó un rato en reaccionar.

-Mónica ¡corre! – dijo Said, mientras levantaba de nuevo el martillo con el que había golpeado al Visitante en la coronilla.

            Mónica saltó los escalones y salió corriendo en dirección a la montaña. Las afiladas piedras y las espinas de los arbustos, que se extendían como mil brazos intentando atraparla, cortaban su piel y agotaban sus esfuerzos; pero el miedo es un impulso poderoso, y sus pies no dejaron de moverse mientras subía y bajaba el costado del cerro, con el olor de la sangre de sus pies asomándose cuando se atrevía a descansar para tomar aire.

 

            La noche avanzaba con ella, pero al igual que se ropa con las espinas, le parecía que la oscuridad se deshacía entre las afiladas puntas de las preguntas que aparecían: ¿era El Visitante una anomalía del mundo externo? ¿o eran ellos, y Vladimir, los únicos humanos?

            Aunque tenía el cuerpo lleno de punzadas dolorosas, fue hasta llegar a una bifurcación del camino principal que el cansancio finalmente la venció. Se dejó caer sobre el tapiz irregular de piedras, y esta vez, su mente se inundó de todas las preguntas sin respuestas que llevaba.

            Al filo del horizonte comenzaba a elevarse la luz dorada del amanecer. Mónica apretó las rodillas contra el rostro, y comenzó a llorar, sin saber qué encontraría cuando volviera a su hogar, si es que todavía quedaba alguno.

            Quizá por eso su padre temblaba ante la sola mención del mundo externo; aunque, para ser honesto, Vladimir bromeaba a menudo con que Said siempre había sido temeroso, una hoja agitándose ante el menor contratiempo.

            Escuchó en la lejanía una voz; Ofelia le llamaba. Por sobre los bordes puntiagudos de los arbustos aparecía la visión más divina de su vida: su madre, con sangre seca en el vestido, pero viva al fin, con cada uno de sus hermanos aferrados a un costado.

            Said estaba aún más cerca de ella, corriendo para encontrarla. Se fundieron en un abrazo que no admitía culpa ni resentimientos.

-Hija ¿estás bien?-repitió Said una decena de veces, a lo cual Mónica solo respondió con un movimiento de cabeza.

-Papá ¿cómo lo hiciste? ¿cómo lograste que el monstruo se fuera? -

-Le di un buen golpe- dijo Said -, y cuando se recuperó salió a buscarte. Tu viejo aún pega duro ¿verdad? – y una sonrisa consiguió salir de su rostro.

-Papá, tenemos que escondernos.

-No tolera la luz del día- respondió-. No tengas miedo.

-¿Cómo no tenerlo, papá?- dijo Mónica, antes de que sus ojos se perdieran entre lágrimas-. Debí haber tenido miedo, papá, desde hace mucho tiempo.

            Said la miró y, para sorpresa de Mónica, no salió reclamo alguno de su boca. Más bien, era su rostro una interrogante profunda, una vertiente de preguntas que iba hacia sí mismo, no hacia ella: ¿debía tratar el miedo como un antídoto al mundo? ¿qué podría decirle a su hija en un momento así?




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