Electricidad; entre nosotros.

20

Capítulo Final.

 

 

Un mes después.

 

 

 

Debía admitirlo, sacarlo de su mente y de su corazón no fue nada sencillo, cuando se percató de aquello bufó, mientras hacía bola unos panecillos dulces pensaba en cómo su vida se había desenvuelto en ese tiempo transcurrido, aunque la primera semana lo que la impulsó fue el rencor y la furia —con ella misma y con aquél castaño—, ya para la fecha, tres semanas luego, se sentía más aliviada y había aprendido a sobrellevar las cosas; junto a Arturo, se tendieron la mano, como buenos amigos y se hicieron aún más cercanos, chismoseaban sobre su vida en sus ratos libres, se reunían en restaurantes para comer y tomar cócteles de vez en vez y ella, había tomado la costumbre de ir al departamento de él dos veces por semana, a hacer cualquier estupidez —desde ver partidos que a la muchacha le aburrían, hasta maldecir a la luz que se iba en pleno episodio de Game of Thrones—.

Porque sí, ella le había pegado la manía de ver esa serie —y como buena viciosa que era le prestó su clave y usuario de HBO GO, para que se viera todas las temporadas y se pusiera al día—; así fue como poco a poco ambos chicos sanaron su dolor más profundo y empezaban a cicatrizar aquellas heridas infernales que habían hecho sus vidas miserables.

Un estridente silbido la sacó de sus pensamientos y la llevó flotando hacia la conciencia, no se había percatado de que ya tenía la bandeja llena de panecillos, listos para meterlos a hornear; abrió el horno industrial y los metió allí con delicadeza, tomando el tiempo para sacarlos.

— Mira, pajua —se burló Arturo, viéndola, tan desaliñada y tan llena de harina como siempre, ella le dedicó una mirada cínica, mientras alzaba las cejas y se sacudía la harina del mandril; lo instó a hablar, ya que no tenía todo el día— te está buscando tu pretendiente, Matías, dice que te trajo algo.

Ella se burló junto al pelinegro y salió de la cocina soltándose la cabellera —la cual se había cortado hasta los hombros y pintado de rubio—, el chico estaba sentado en una de las mesas de la panadería, tranquilo como siempre, cuando la vio se levantó rápidamente y le dedicó una sonrisa apenada, sin mediar palabra, le tendió una bolsa de Danny's en la cual habían muchos dulces y chocolates, ella al ver el contenido de la bolsa arrugó la nariz —deseaba cogerla, pero no quería darle alas a ese muchacho—.

— Mat... No puedo aceptarlo —masculló, desviando la mirada de los avellanas ojos de él, eran demasiado expresivos y hablaban por él.

— Si puedes —contraatacó él, ella lo observó detenidamente, su cabello cenizo con corte militar, sus clavículas marcadas, sus brazos fornidos, su pecho plano, él en serio era un buen partido, sin contar que tenía una cara muy bonita, pero ella no podía corresponderle.

— No puedo —se negó ella, de nuevo, devolviéndole la bolsa—, sigamos como estábamos Mat, ¿sí? —su pregunta pareció una súplica, no quería dañarlo y ella no estaba apta para empezar otra relación, no en ese momento, no con la mala experiencia que había pasado el mes anterior—. Sigamos siendo unos muy buenos amigos, que van a la Universidad juntos y les encanta andar echando vaina por ahí. ¿Te parece?

— No —se negó él, tendiéndole la bolsa de nuevo—, no me vas a negar el conquistarte, Desireé, necesito que me des una oportunidad, tómalos y si quieres regálalos; no me estarás dando alas, solo aceptaras un regalo de mi parte.

Ella suspiró cansada de toda la situación, él se inclinó para darle un beso suave en la mejilla y ella lo dejó, lo vio salir por la puerta con parsimonia y suspiró de nuevo mientras fruncía el ceño; Matías había aparecido una semana y media después de enterarse de que James estaba comprometido —no porque el chico no existiera antes, sino porque en ese momento fue que le dio el venazo de acercársele e intercambiar palabras con ella—; los primeros días interactuando con el chico habían sido gratificantes y pacíficos, pero una semana después se le había declarado, le había dicho qué bonitos ojos tienes, bajo esa dos cejas y demás vainas, que a ella no le sorprendían, ni halagaban en lo más mínimo.

Días después de una negativa casi apabullante, él seguía allí, más insistente que nunca, agasajándola —si se podía decir de esa manera, aunque eso parecía más atosigamiento que otra cosa—, adulándola e invitándola a lugares como el cine o la calle del hambre.




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