El chasquido del látigo sonó en el silencio de la habitación seguido por el grito de la mujer.
—Ya basta, por favor —sollozó la muchacha—. ¿Por qué me haces esto?
El hombre dejó el látigo a un lado y se acercó a la chica. La cogió del pelo negro azabache, le echó la cabeza hacia atrás para tener acceso a su boca y la besó con fiereza.
—Porque me has mentido. Este es tu castigo.
El hombre volvió a besarla con agresividad y la chica le mordió el labio inferior dispuesta a arrancárselo. Estaba sangrando. Cogió el látigo de nuevo y le asestó un golpe en la desnuda espalda, furioso.
—Pagarás por todo lo que me estás haciendo, Javier —le dijo la joven conteniendo el dolor con los dientes apretados.
Javier se llevó la mano al labio de nuevo para comprobar que seguía sangrando en abundancia, agarró el látigo con fuerza, lo levantó por encima de su cabeza y lo bajó rápida y ferozmente hasta golpear con él la espalda de la muchacha.
—Nunca escaparás de aquí. ¡Nunca! —le gritó golpeándola una y otra vez con rabia.
El hombre tiró el látigo hacia la cama cuando se hubo cansado de golpear a la joven, se encaminó hacia la puerta a grandes zancadas y salió de la habitación dando un portazo.
La chica seguía de pie, colgada por las muñecas y desnuda entre esas cuatro paredes blancas y rojas. Las lágrimas le recorrieron el rostro inflamado y magullado, escociéndole. Cerró los ojos apoyando la cabeza en su brazo, esperando que todo aquello solo fuera una pesadilla. Pero no lo era. La espalda le ardía de dolor. Todo el cuerpo le dolía. Lo sentía agarrotado y como si tuviera todos los huesos del cuerpo rotos. Había perdido toda la noción del tiempo encerrada en esa habitación. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Y, para ser sincera, tampoco encontraba ninguna esperanza de que los encontraran en la selva de aquella isla.
No había salido de esa habitación ni un solo segundo desde que Javier lo descubrió todo. No sabía qué le había hecho a su primo Héctor ni tampoco dónde estaba, ni si seguía vivo.
Aún no podía creer que los hubieran descubierto. El plan estaba bien desarrollado y no había ningún motivo para que los descubrieran. No era la primera vez que lo hacían. Sin embargo, nunca habían estado en una situación tan mala. Su primo siempre se las ingeniaba para dejarla a ella al margen cuando las cosas se ponían feas, pero, en esa ocasión, no lo había visto venir. Javier los descubrió y, en su última cena, los drogó. La chica se había despertado en la enorme cama de esa habitación, insonorizada y acolchada como las de un psiquiátrico. No sabía cómo había llegado hasta allí. Había intentado levantarse, pero las piernas le pesaban. En ese momento, Javier había entrado en la estancia sonriendo y con dos juegos de esposas de oro en las manos. Se acercó a ella, la agarró del pelo y la arrastró hasta unas anillas plateadas que colgaban del techo. La esposó a las anillas y la desnudó rompiéndole la ropa.
La chica había intentado hablar, mas las palabras no salieron de su garganta. Intentó darle una patada y las piernas no le respondían.
—Tranquila. Cuando el fármaco deje de hacer efecto podrás volver a hablar y andar —le había dicho él mientras le ponía un mechón de pelo negro azabache detrás de la oreja.
La rodeó observándola de arriba abajo mientras se mordía el labio inferior y se desnudaba lentamente. Le pasó la punta de los dedos por la cintura hasta llegar al vientre. Con la otra mano le acarició un pecho y subió hasta su cuello apartándole el pelo para poder besarlo y lamerlo. Olía a tierra mojada y sabía a fresas. Se apretó más contra ella.
La chica abrió los ojos de par en par al saber lo que le iba a hacer. Sintió una protuberancia en el trasero, entre los muslos. Una lágrima cayó recorriéndole el rostro. No podía hacer nada para evitarlo. Estaba drogada, con el cuerpo totalmente paralizado.
Javier siguió acariciándola y pegándose a ella. La protuberancia se hizo más grande y el hombre, sin previo aviso, empujó. La embistió con fuerza.
La muchacha cerró los ojos al sentir el dolor en la entrepierna. Las lágrimas brotaron sin control ante la impotencia.
El hombre embestía una y otra vez más, con más fuerza y más rápido.
La joven intentó pensar, a lo mejor sus pensamientos llegaban hasta sus hermanas o sus primos, pero entonces, otro dolor se apoderó de ella. El cerebro le dolía como si le estuvieran dando con un martillo.
El hombre culminó con la última embestida y se apoyó en el hombro de ella dejándole besos en el cuello. Estaba exhausto. Se retiró de ella, cogió la ropa del suelo y salió de la habitación con una gran sonrisa en la cara.
Esa escena se había repetido en muchas ocasiones, tantas que la chica ya no sentía nada. Javier estaba obsesionado con ella. La maltrataba y violaba un día sí y otro también. Las esperanzas de salir de aquella habitación con vida menguaban cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día que pasaba encerrada entre esas cuatro paredes. Intentó comunicarse con su familia, pero no lograba hacer que el mensaje llegase a su destino. Un dolor horrible envolvía su cabeza y no la dejaba pensar. No podía soportarlo.
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Editado: 11.03.2024