Andrew corrió por la selva en dirección a la casa del traficante Javier Vega. La lluvia había disminuido su intensidad. La peor parte de la tormenta ya había pasado, aun así, el río bajaba a gran velocidad por su cauce casi desbordado. Se subió al árbol más alto y lanzó la cuerda con un gancho en su extremo para sujetarlo al árbol del otro lado del río. La amarró en la rama en que estaba subido, se colocó la mochila en la espalda y cruzó por encima agarrado a la cuerda. Sintió que algo o alguien tiraba de la soga cuando estaba a mitad de camino, miró hacia atrás y vio a Cobra, su compañero.
—¿A ti también te ha llamado? —le preguntó Andrew siguiendo su camino.
Cobra se agachó para agarrarse a la cuerda.
—Creo que nos ha llamado a todos —respondió trepando hasta cruzar a la otra orilla.
Bajaron del árbol y corrieron hasta llegar a la explanada donde estaba construida la casa del traficante. Se escondieron entre los arbustos, observando con atención todo el terreno. Había mucho movimiento en el comedor.
—¿Jefe? —lo llamó Rango por el auricular.
—¿Qué pasa?
—El comprador está dentro. Y no parece muy contento.
—¿Van armados?
—Hasta los ojos.
—¿Puedes ver cuántos son?
—Al menos veinte.
Andrew hizo una mueca de disgusto. No pensó que hubiera tantos.
—¿Qué hacemos, jefe? —quiso saber Cobra agazapado a su lado.
El aludido intentaba pensar en un plan lo más rápido posible, pero no era fácil.
—Vamos a esperar la señal —decidió por fin—. Si en diez minutos no la hace, nos iremos a nuestras respectivas cabañas.
Los segundos pasaron lentamente mientras los cinco hombres esperaban escondidos en los arbustos, preparados con las armas.
El infiltrado no daba la señal y Javier Vega seguía reunido con el comprador. Andrew miró el reloj de su muñeca. Ya habían pasado los diez minutos y su hombre no había dado la señal. Encendió el auricular que llevaba en la oreja y dio una orden:
—Misión cancelada. Volved a vuestras cabañas.
—Recibido —contestaron al unísono.
Se preparaban para irse cuando una luz en el balcón de la primera planta deslumbró al jefe. Miró hacia allí, pero ya no había nadie. Se quedó unos segundos mirando por si regresaba. No pasó nada. Guardó el arma en la mochila, se la colgó a la espalda y dio un paso para entrar en la selva. Algo le golpeó en la cabeza, se llevó la mano a la coronilla y miró a su alrededor. En el suelo, junto a su pie, había una pequeña botellita con un papel enrollado en su interior. La abrió, sacó el papel y lo leyó:
—Javier es el comprador. En diez minutos podéis entrar —Andrew lo volvió a enrollar y lo metió en la botella para guardarla en la mochila. Encendió de nuevo el auricular y dio una nueva orden—: Cambio de planes. Esperaremos diez minutos más.
—¿Se ha puesto en contacto? —preguntó Rango en un susurro.
—Preparaos —cogió el arma y se agachó para acercarse un poco más a la casa.
Los minutos pasaron y, tal y como el infiltrado le había dicho, el vendedor salió de la casa seguido de sus guardaespaldas. Andrew se movió para ponerse en el flanco derecho del edificio y vio salir al vendedor rodeado de seis hombres que lo ocultaban. El chófer abrió la puerta trasera del coche y el vendedor entró en su interior. El hombre no lo pudo ver. Solo sabía que el pelo era moreno con algunos mechones blancos como la nieve.
El coche arrancó y se alejó por el sendero de tierra que llevaba a la salida de la selva. Tenía que averiguar quién era ese hombre, pero ahora debía seguir con la misión que tenía entre manos. Su infiltrado lo había visto y seguro que no se le había escapado ningún detalle. Cuando terminaran con Javier, el vendedor sería el siguiente. Preparó el arma y esperó la señal.
La puerta de entrada se abrió dejando ver al traficante y su guardaespaldas. Los dos miraron a su alrededor como si buscaran algo o a alguien.
—Ahí está la señal, jefe —lo informó Cobra por el auricular.
—Entrad. Vega es mío —dijo Andrew observando al hombre por la mirilla del arma.
Las imágenes de las cicatrices del cuello y la espalda de Anabel llegaron a su mente, nublándola. Sabía qué le había hecho durante esas semanas que la había tenido retenida entre esas cuatro paredes y la rabia creció dentro de él. Las ganas de matar a ese desgraciado con sus propias manos aumentaron. Las puntas de los dedos empezaron a dolerle. El arma se le cayó al suelo de hojarasca, la mandíbula comenzó a ensancharse y alargarse, al igual que los dientes. El pelaje dorado con motas negras emergió poco a poco.
Andrew se desvistió en milésimas de segundos y el leopardo apareció, quedando agazapado entre los arbustos y observando con atención a su presa. Un gruñido bajo salió de su garganta mientras enseñaba los colmillos.
El felino se movió despacio para ponerse en una mejor posición, se impulsó con las patas traseras y saltó hacia la garganta de su presa.
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Editado: 11.03.2024