La brisa le acaricia la piel, el aroma a petricor y mar penetra en ella, la alegre melodía irrumpe en su mente atrayéndola, llamándola a que se una, a que baile a la luz de las estrellas.
La luna brillaba alta, las risas se oían por doquier, la calidez de la hoguera la invitaba a acercarse y a disfrutar de su calor en una noche como esa.
Sentada en el alfeizar de la ventana, la joven muchacha observaba la escena desde lo alto de su habitación, con el viento alborotándole el cabello y la mirada atenta.
Todos se habían vestido de fiesta y habían salido a celebrar la buena nueva, junto con los árboles, el cielo y toda la tierra. En La Noche del 21 de junio, todos reían y jugaban, bailaban hasta desfallecer e iban a desaparecer apenas el sol se asomase en todo su esplendor.
Todos, excepto ella.
La chica inhalo e inmediatamente ese embriagante olor la envolvió, como si de seda se tratase, y comenzó a persuadirla de salir de allí, de unirse a su gente, de danzar hasta el amanecer e incluso más…
Frunciendo el ceño, se alejó de la ventana y el aroma comenzó a desvanecerse lentamente, como si lamentara no haber cumplido su cometido. Con un suspiro, la muchacha se giró y observo la habitación.
Dentro de esas cuatro paredes se encontraba un pequeño retazo de cada elemento. Haciendo honor a La Noche, todo estaba en tonos oscuros y fríos; desde el techo, que vestía un cielo nocturno donde las estrellas brillaban cálidamente, hasta las paredes, encantadas para mostrar un gran campo donde los pastos se movían al son del viento, formando una dulce melodía. De fondo, se podían apreciar grandes y majestuosas montañas; haciendo que el contraste entre el cielo, el campo y la madera de roble en el suelo luciera fresco y cálido a la vez.
Había también un gran guardarropa y un escritorio con flores talladas acompañado de una silla con un almohadón de terciopelo; todo el mobiliario estaba fabricado con la misma madera que el suelo. Una araña de hierro de cinco patas colgaba del centro de la habitación, con cristales transparentes decorándola.
Sin embargo, eso no era lo más importante del cuarto, sino que lo realmente valioso se hallaba en un costado, a la derecha de la puerta.
Una cuna de roble era el centro de la atención de la muchacha. La pequeña camita poseía mantas y almohadones blancos, junto con un dosel del mismo color que la decoraba. Además, sobre la cabecera se hallaba un móvil de flores que giraba lentamente, guiado por la débil brisa.
La joven se acercó a la cuna y observo dentro de ella a la pequeña criatura que era la causa de la fiesta en el exterior. Con una sonrisa y el corazón lleno de ternura, acaricio con delicadeza la suave manito de la recién nacida que yacía dormida. Era verdaderamente hermosa, su piel de alabastro contrastaba con su lacio y escaso cabello dorado rojizo, su pequeña naricita y sus sonrosados labios la hacían ver adorable; cada rasgo era tan simétrico y perfecto que parecía haber sido esculpida por los mismos ángeles.
Su pequeña niña, la hija que siempre deseo, se hallaba frente a sus ojos, profundamente dormida. Su madre, aun observándola, suspiro, sin creer en su buena fortuna al haber sido elegida para custodiar a tal belleza.
Seria la salvación de su mundo, la salvación de todos ellos. La pequeña Mayra Blathdearg, el tesoro más preciado de todo el mundo de los elementales. Su niña… y la de Egan; de quien había sacado sus sedosos cabellos y la perfecta simetría de su cuerpo. Egan Blathdearg, el Señor de Fuego, uno de los elementales más poderosos de Syrea. Su prometido sin consentimiento.
La muchacha, de apenas 24 primaveras, se estremeció al pensar en el que pronto se convertiría en su esposo. Había desistido ya en revelarse contra él y sus propios padres, que querían que desposase a toda costa al agraciado líder del elemento Fuego. No quiso saber en qué pensaría Pearce de ella en estos momentos, que tan decepcionado estaría, si él también se habría rendido.
Se inspiró fuerzas a ella misma, después de todo, había dejado de luchar por él, para que no volviera a salir lastimado. Una vida con todos los lujos al lado de un hombre al que no amaba no sonaba tan mal si con eso Pearce podía vivir… Si tenía que lastimar a otro para que su amado siguiera vivo, lo haría sin dudar.
Egan la amaba, era consciente de ello, pero por mucho que lo intentase, no lograba corresponderle. Ante cada gesto bonito de su parte, Pearce siempre aparecía en su memoria. El Señor del Fuego lo intentaba todo: desde flores y los mejores vestidos a chocolates y paseos; sin embargo, cada vez que ella aceptaba un obsequio, era como si estuviera traicionando algo en ella. Cada abrazo, beso o caricia que recibía se sentía terriblemente incorrecto. Egan nunca había sido más que su mejor amigo… y algo le decía que nunca iba a lograr ser más que eso.
Perdida en sus pensamientos, no oyó lo que sucedía hasta que unos pasos se escucharon en el pasillo.
Su ensoñación desapareció y sus sentidos se agudizaron. Egan había dicho que la entrada a la mansión estaba restringida por esa noche, por lo que solo los ayudantes del lugar estarían dentro; pero como el Ala Este estaba ocupada por la bebe y su madre, nadie podía ir allí sin permiso, además de que la propia mansión estaba protegida por los elementos. Era imposible de que alguien llegara hasta allí, a excepción de Egan, pero él estaba en la hoguera, festejando. Con movimientos agiles y gran temor, la joven tomo su fiel arma y se puso en guardia, protegiendo la cuna con su propio cuerpo. Si querían lastimar a su niña, pasarían por sobre su cadáver o no pasarían.